El tema de la iglesia y
de la religión sale con mucha frecuencia en nuestras conversaciones y genera una animada discusión, fruto de la
disparidad de criterios, no voy a ocultar que yo me siento aludido con facilidad
cada vez que se ataca a la Iglesia, al Papa, incluso a los curas en general.
Reconozco que a veces el tono se eleva sin necesidad, porque la verdad no se
impone, y a gritos como que no le va mucho. Esto demuestra entonces que no
estamos muy seguros de lo que decimos, o que no toleramos tanto como decimos.
Me parece justo
entonces detenerme un día a sacar algunas conclusiones y la primer es, y no
niego que me sorprende, que la mayoría de las opiniones, incluida la de algún
voluntario, son muy negativas con la Iglesia, los curas y los obispos,
acusándoles siempre de ostentación y riqueza. De poco vale decir que el mismo
servicio donde estamos lo proporciona precisamente la Iglesia, y su finalidad
es atender a las personas más
necesitadas; o bien se mira para otro lado, o se le quita importancia.
Yo no sé si es fruto de
esa tendencia a hablar de derechos, de exigir sin agradecer los logros alcanzados por nuestros
antepasados próximos y más lejanos, que permiten precisamente que hoy vivamos
como jamás se ha vivido. Yo creo que prima el deseo de disfrutar sobre el de
superación, y por eso hemos degradado la educación, el esfuerzo por conocer y
entender cómo se hacen las cosas; por eso tampoco asumimos lo que cuestan, los
inconvenientes, o si hay miles de personas que no pueden disfrutar de
las mismas cosas. Se reivindican derechos para todos y los deberes se exigen
más a unos que a otros, pero siempre a
los demás, antes que a uno mismo.
La falta absoluta de
respeto, empezando por lo más Sagrado, Dios,
incluso por parte de muchos que se consideran creyentes, es una pena,
porque Dios es igual para todos, y el seguir fielmente sus mandatos nos obliga
a respetar a todos, y nos exige, de buenas maneras, que mejoremos en todos los
aspectos, de manera que busquemos el bien común antes que el nuestro. Pero, si
sólo vemos a Dios como un consentidor y no como un referente exigente, nunca
nos reprocharemos las faltas en serio y nos esforzaremos de verdad en no volver
a cometerlas.
Esta idea es todo lo
contrario de lo que expresaba en el párrafo anterior, la primacía del disfrute de las cosas sobre
la satisfacción que produce la superación y la mejora como personas. Si
tuviéramos ese respeto sagrado que debemos a Dios, yo lo definiría como una
mezcla de confianza y temor, fácil de entender si nos fijamos en un niño
pequeño frente a su padre, a punto de cometer una trastada, tendríamos
garantizado el respeto a todos los hombres, y la sociedad sería más justa.
Esta idea es la
respuesta a un enigma que me acompaña desde niño, una frase que escuché con
diez u once años, hace muchos, de labios de una mujer viuda de mi pueblo, esta
señora le decía a mi padre: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos, señor
Nicolás”; y la repitió varias veces”. Reconozco mi torpeza por haber tardado
tanto tiempo en descifrar su contenido, pero al final a dado su fruto.
Uno de los tertulianos
me preguntó un día si yo me confesaba y le dije que sí, me preguntó por qué y
le dije que me hace sentir mejor, que me permite reconocer mi imperfección y
apreciar la grandeza de Dios, es un buen ejercicio de humildad, exige fidelidad
y constancia en el cumplimiento de las promesas; al mismo tiempo reporta una satisfacción personal segura y
duradera, de modo que anima a levantarse después de cada fallo en los
propósitos asumidos. Como muchos
creyentes tibios, yo abandone la práctica de la confesión durante muchos
años, porque lo del pecado era una cosa menor o de beatos, hasta de antiguos;
gracias a que la Iglesia ha sabido mantenerse en su esencia y permite a
cualquiera rectificar y volver a casa.
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