Nos
decían nuestros padres y abuelos: “hijo, estudia; estudia cuanto puedas, el
saber no ocupa lugar”. Cuánta razón tenían y sin embargo las generaciones
posteriores, las del progreso, no hemos seguido sus sabios consejos en la
educación de nuestros hijos y nietos, hemos
sustituido el respeto por el menosprecio al saber, hemos banalizado
tanto el concepto de saber y de cultura que lo que pudo ser un nuevo
renacimiento se ha convertido en un fracaso social histórico. Digo esto porque
hoy mismo acabo de asombrarme yo de la verdad que encierra aquel antiguo pero
sabio consejo; soy de los desencantados con esta sociedad y aunque tarde, trata
de poner remedio.
Yo
tenía un enorme interés en escribir las historias de las personas que vienen a
pedir ayuda a la oficina de PSH, me parecía un auténtico despilfarro que quedaran en el anonimato total, olvidados
para siempre; menos para Dios, claro. Yo tenía que ayudar a Dios un poco, tenía que demostrarle
que no estaban solas aquí abajo. Pero no encontraba un método para escribir,
recogiendo lo esencial de su vida, con respeto religioso a su vida y persona.
Un día, un converso evangelista y un abogado “callejero” que acudieron a nuestra oficina, con sus relatos me dieron el empujón que necesitaba para empezar a escribir, sacando a relucir la
dignidad de estas personas que la sociedad
menosprecia.
Pero,
el método y la fórmula adecuada para atreverme a escribir temas tan serios no
la descubro yo por mi mismo, ni me la dan estas personas sin más, ellas son
indudablemente la causa principal, pero el método para escribir sin ofender,
sin presuponer ni prejuzgar a personas demasiado encuadradas socialmente, y
marginadas, me lo había aportado mi maestro espiritual durante muchos años: José Jiménez Lozano. Nadie
como él es capaz de escribir sobre la persona más humilde y convertirla en un
protagonista con garra para atraer al lector más exigente.
En otros tiempos yo leía ficción, no pensaba
que aquellos personajes eran reales, mi
gran asombro ahora ha sido este: descubrir que los personajes que yo creía que
eran de ficción son reales, ayer, hoy y siempre.
Cuántas
gracias le doy a mis antepasados por el consejo: “estudia, que el saber no
ocupa lugar; o lee, lee mucho hijo, que leyendo se aprende mucho” y sobre todo a
mi maestro, J.J. Lozano, aunque él no
sepa cuánto lo admiro y lo
aprecio. Ahora hasta me atrevo a ser un discípulo suyo, y no me importa si literariamente no paso de
ser un mero aprendiz. Pero sobre todo doy gracias a Dios que me puso en camino
y me ha conducido hasta aquí, a San Fernando, un punto de encuentro de
vocaciones como explicaré a continuación.
¿¡Cómo iba a pensar yo
que lo que entonces leía y me llenaba de asombro era una semilla que algún día
daría su fruto; o cómo iba yo a pensar que después de años, allá en mi
jubilación, iba a retomar un camino que había iniciado hacía más de veinte años, en mi tierra natal, Zamora!? ¿¡Cómo iba yo a pensar cuando estudiaba
historia de España y me emocionaba leyendo aquellos pasajes de la Guerra de la
Independencia, sobre todo cuando leía que los Diputados se reunían en el Teatro
de las Cortes, en la Isla de León, y sentía un deseo enorme de conocer aquel
lugar, cómo iba a pensar yo que un día viviría en aquel fantástico lugar1?
Bueno, pues llevo viviendo aquí ya más de diez años, y en Andalucía
veintisiete.
Dos deudas tengo yo
con San Fernando, una espiritual y otra humana, que estoy encantado de
agradecerle, y primero a Dios, que ha
tenido a bien conducirme hasta aquí.
OM
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