sábado, 16 de mayo de 2015

Por qué escribo



Nos decían nuestros padres y abuelos: “hijo, estudia; estudia cuanto puedas, el saber no ocupa lugar”. Cuánta razón tenían y sin embargo las generaciones posteriores, las del progreso, no hemos seguido sus sabios consejos en la educación de nuestros hijos y nietos, hemos  sustituido el respeto por el menosprecio al saber, hemos banalizado tanto el concepto de saber y de cultura que lo que pudo ser un nuevo renacimiento se ha convertido en un fracaso social histórico. Digo esto porque hoy mismo acabo de asombrarme yo de la verdad que encierra aquel antiguo pero sabio consejo; soy de los desencantados con esta sociedad y aunque tarde, trata de poner remedio.

Yo tenía un enorme interés en escribir las historias de las personas que vienen a pedir ayuda a la oficina de PSH, me parecía un auténtico despilfarro  que quedaran en el anonimato total, olvidados para siempre; menos para Dios, claro. Yo tenía que  ayudar a Dios un poco, tenía que demostrarle que no estaban solas  aquí abajo.  Pero no encontraba un método para escribir, recogiendo lo esencial de su vida, con respeto religioso a su vida y persona. Un día, un converso evangelista y un abogado “callejero” que acudieron  a nuestra oficina, con sus relatos  me dieron el empujón que necesitaba  para empezar a escribir, sacando a relucir la dignidad de estas personas que la sociedad  menosprecia.

Pero, el método y la fórmula adecuada para atreverme a escribir temas tan serios no la descubro yo por mi mismo, ni me la dan estas personas sin más, ellas son indudablemente la causa principal, pero el método para escribir sin ofender, sin presuponer ni prejuzgar a personas demasiado encuadradas socialmente, y marginadas, me lo había aportado mi maestro espiritual  durante muchos años: José Jiménez Lozano. Nadie como él es capaz de escribir sobre la persona más humilde y convertirla en un protagonista con garra para atraer al lector más exigente.

 En otros tiempos yo leía ficción, no pensaba que aquellos personajes eran reales,  mi gran asombro ahora ha sido este: descubrir que los personajes que yo creía que eran de ficción son reales, ayer, hoy y siempre.

Cuántas gracias le doy a mis antepasados por el consejo: “estudia, que el saber no ocupa lugar; o lee, lee mucho hijo, que leyendo se aprende mucho” y sobre todo a mi maestro, J.J. Lozano, aunque él no   sepa  cuánto lo admiro y lo aprecio. Ahora hasta me atrevo a ser un discípulo suyo,  y no me importa si literariamente no paso de ser un mero aprendiz. Pero sobre todo doy gracias a Dios que me puso en camino y me ha conducido hasta aquí, a San Fernando, un punto de encuentro de vocaciones como explicaré a continuación.

¿¡Cómo iba a pensar yo que lo que entonces leía y me llenaba de asombro era una semilla que algún día daría su fruto; o cómo iba yo a pensar que después de años, allá en mi jubilación, iba a retomar un camino que había iniciado hacía más  de veinte años, en mi tierra natal, Zamora!?  ¿¡Cómo iba yo a pensar cuando estudiaba historia de España y me emocionaba leyendo aquellos pasajes de la Guerra de la Independencia, sobre todo cuando leía que los Diputados se reunían en el Teatro de las Cortes, en la Isla de León, y sentía un deseo enorme de conocer aquel lugar, cómo iba a pensar yo que un día viviría en aquel fantástico lugar1? Bueno, pues llevo viviendo aquí ya más de diez años, y en Andalucía veintisiete.

Dos deudas tengo yo con San Fernando, una espiritual y otra humana, que estoy encantado de agradecerle, y primero a Dios, que  ha tenido a bien conducirme  hasta aquí.

OM



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