Es fácil encontrar a Dios en
una celebración litúrgica, es fácil y cómodo disfrutar de su presencia
reinante, sentirse allí pequeño y parte de un reino tan magnífico, tan pleno,
unido a todos los creyentes de todos los tiempos. ¡Qué hermosa es una ceremonia
litúrgica, una santa misa celebrada con unción, con devoción, sintiéndose parte
de un misterio tan grande!
Pero al terminar, al
regresar a la vida cotidiana y vulgar, toda aquella luz, aquella paz interior, se
desvanece pronto. Si los mismos apóstoles, incluso los que habían contemplado a Cristo transfigurado,
tienen después comportamientos demasiado humanos, que le causan enfado hasta llegar a la
reprimenda; no digamos el mismo Pedro, capaz de confesar a Cristo con la mayor
naturalidad y firmeza, a la hora de las duras, se esconde y lo niega, lo
traiciona cobardemente ¡Pero, quién no repite una y otra vez estos mismos
comportamientos, y aún peores!
La búsqueda sigue, aunque el
encuentro se retrasa, incluso parece esquivo; se esconde en apariencias que no
nos atraen, que no tienen la luz y la belleza de la celebración litúrgica. Pero Dios está en todas partes, y
sobre todo allí donde haya una persona, y si es una persona necesitada, más
aún.
Sin embargo, ahí está la
sorpresa, ahí está el milagro, cuando estás ante una persona, necesitada, que
no responde a los parámetros de cordura
de una persona común y corriente, de un ciudadano de plenos derechos digámoslo
así, y sin embargo te habla de Dios en un lenguaje tan real. Habla, más
que con palabras, con gestos, con
hechos. Habla de Él cuando te agradece de corazón lo poco que le puedes dar; cuando te valora sólo porque lo escuchas, o
porque tienes el valor de mirarle a los ojos, de igual a igual, sin juzgar ni
su apariencia ni su vida.
Pero el colmo del milagro es
cuando, en medio de la miseria que rodea a esa persona, surge un interior
fabuloso, puro, que habla de Dios misericordioso desde la indigencia más
absoluta, material e intelectual a veces. Ese es el misterio, escondido para
los sabios, los duros de corazón, los
egoístas. ¡Cuánta generosidad he visto en la indigencia! ¡He visto personas tan
ricas, tan humanas, tan nobles, que las carencias materiales no suponen ningún
obstáculo a su fe, sino que la acrecientan!
Pero, a pesar de ser tan
evidente, me cuesta admitirlo, he de reconocerlo. Sí, esos son los hechos, los
cuales constituyen un cabo del misterio
que descubro en mitad de la noche, y que me impulsan a levantarme para tratar
de escribirlos para que no se me olvide mañana al levantarme y comenzar la actividad.
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