domingo, 5 de octubre de 2014

No tener donde reposar la cabeza




                                                     Ilustração de Carlos Ribeiro


Vivir es difícil, ser feliz, mucho más. Es preciso aprender a dar y a aceptar. Comprender que las alegrías y las tristezas forman parte de nuestra esencia y que no nos debemos cerrar nunca. Cada uno de nosotros es una fuente de sentido para el mundo, para los otros, para sí mismo. Debemos mirar de frente, más halla del horizonte y seguir adelante. A pesar de todo.

La felicidad depende de ser sencillo. Conlleva sufrimiento, por la pureza que exige. Nunca se llega a la felicidad por lo material, porque pasa por renunciar a lo que tiene menos valor. Ser feliz es se, no es tener.

Una vida buena supone que seamos capaces de no dejarnos tocar e influenciar por lo que nos rodea, sin miedo. De la capacidad de ser sensible a lo que viene de fuera resultan las impresiones.

De la misma forma, quien busca una vida buena debe ser capaz de darse al mundo, entregando lo mejor de sí, arriesgándose a hacer el ridículo, sin miedo. De la capacidad de exteriorizar lo que viene de dentro, resultan las expresiones.

Impresiones y expresiones tienden a funcionar de forma armoniosa, en una especie de respiración. Se animan y se potencias unas a otras, garantizando una auténtica experiencia vital.  La presión que está en la base de ambos movimientos es la fuerza que transforma una supervivencia biológica en una vida humana plena de sentido. Sin ella, aparece una forma de presión, un fallo grave de esta dinámica esencial donde se conjugan expresión e impresión. El dar y el aceptar.

Antes de descubrir algún sentido a la vida, importa comprenderla tal como es. Aceptando los desafíos que nos lanza.

La muerte clava en el fondo de cada hombre la cuestión del sentido de la vida, ¡aunque muchos vivan como si ella no fuera probable siquiera! Posponen decisiones, tareas, empeños, palabras y actos para otro momento, para después, como si este tiempo fuese tan cierto como el anterior. No lo es.

Puede haber un infierno antes de la muerte, un estado del alma para quien, habiendo tenido una vida entera a su disposición, escogió demorar lo importante, acomodándose a la rutina fatal de las insignificancias. Después, ya en un momento tardío, contemplará de forma triste y tardía la vida que escogió para sí. Este demasiado tarde, sin ninguna posibilidad de volver atrás, es el tiempo de sufrir para muchos. Sin disculpas. Sólo la responsabilidad de quien se rindió al miedo y abdicó de luchar por la felicidad profunda y duradera. La única que existe.

Nada está decidido antes del último momento. Hay siempre tiempo para recomenzar.

Si morir es cierto, ser feliz no lo es… Y porque el precio de la pasividad es superior al del error, debemos arriesgar la vida por la felicidad, antes de la muerte, antes del infierno del demasiado tarde. Con la posibilidad de que seamos felices, tratemos de no tener que permanecer para siempre en las torturas de la culpa. Con la firmeza de quien sabe que por mayor que sea la tragedia, la felicidad depende siempre más de nosotros que de las circunstancias.

Muchas veces la necesidad de sentido choca contra la aparente indiferencia de la realidad frente a nuestras preguntas y desasosiegos. Resulta evidente que el mundo no nos responderá ni nos dará nada por lástima. Pero es en el abismo que nos separa del mundo donde somos llamados a construir la respuesta. ¡A ser respuesta! A que seamos el mundo que falta.

El camino que trazamos y recorremos nos lleva a la muerte, pero es a través de ella como se llega al infinito que existe más allá. Es por esta vida por donde se llega a la otra. ¿Cuántas veces para llegar a la luz, la paz, la fuente del bien en nosotros… tenemos que pasar por caminos largos, fríos y oscuros?


Puedo no tener donde reposar la cabeza, pero aún así, no dejaré nunca de tener la obligación de soñar, luchar y ser feliz. Amando. A pesar de todo.

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