El Día Mundial de la Salud Mental, 10 de octubre pasado, acerté a pasar por la mesa de una
asociación que pedía firmas para solicitar del gobierno la atención debida a
las personas que padecen alguna enfermedad mental y a sus familias.
No pude por menos de
identificarme como voluntario de cáritas en el Programa de Personas sin Hogar y
comentarles el problema que se nos plantea con frecuencia al tener que atender
a personas que además de vivir en la calle padecen alguna enfermedad mental, pues
no tenemos recursos adecuados para atenderlos como se merecen, y tampoco sabemos a quien recurrir. La
trabajadora social de cáritas me decía hace unos días que sentía una cierta
predilección por estas personas, dada su indefensión, expuestas a cualquier
peligro que ponga en juego su seguridad, o simplemente a no recibir el trato
adecuado y considerado por las personas que se cruzan en su camino.
Las instituciones disculpan
su falta de atención, aduciendo que o no hay plazas en sus centros, o que las partidas presupuestarias destinadas
a tal fin han sufrido recortes por la crisis. Así consienten que estos enfermos
permanezcan meses, quizá años, en espera de poder ocupar una plaza. Los
servicios sociales municipales tampoco se hacen cargo, como mucho, se les puede
conceder algunos días en el albergue, como a cualquier persona sin techo, pero no es la solución mejor ni para ellos ni
para las demás personas acogidas en esos centros.
No es la primera vez
que la policía tiene que intervenir en la calle, cuando ha estallado la tensión
acumulada, pero ni siquiera ante esta situación se les atiende adecuadamente, ni
se les da amparo de urgencia. Sólo a veces, cuando ha habido lesiones graves, y
tienen que ser atendidas en algún
hospital, entonces recibirán la atención que requieren, y permanecerán un
tiempo protegidos y a salvo de los peligros de la calle.
Hace pocos días volvió
a nuestro servicio una persona que padece una enfermedad mental, huyendo
literalmente de la calle, ya a penas lo soporta. Hace poco que estuvo en el
albergue y tiene que esperar unos meses, le ha dicho la hermana, para volver a
entrar. Pero es que la calle lo ha trastornado más y siente que no aguanta, no
soporta las miradas indiscretas de las personas que lo ven durmiendo en un
cajero; la falta de intimidad lo aterra. A ratos desvaría un poco, pero aún
mantiene cierto control, espera impaciente que la trabajadora lo atienda,
aunque sabe que le dirá que no hay plaza para él en el albergue, pero es su
única baza: insistir, provocar...
Le quedan nada más que
dos meses para ocupar su plaza en un centro de salud mental, a donde está
deseando ir. Ojalá no le ocurra nada peor mientras tanto.
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