Esta mañana hemos
tenido una conversación acalorada sobre el aborto, y reconozco que no he sabido
defender con eficacia la necesidad de su erradicación frente a la tolerancia o
la permisividad. De nuevo no me he dado cuenta, o no he sabido evitar un
agotamiento inútil, que pretendía más imponer mi criterio que convencer,
seguramente. Otra lección que espero saber aprovechar.
Me acompañaron a casa
dos amigos, bien porque me vieron un poco agotado por el acaloramiento de la
discusión, o porque les apeteciera seguir hablando; yo se lo agradecí de todos
modos. Continuamos sacando conclusiones por el camino y hablamos de otros temas, de la fe y de los
comportamientos que suelen tener las personas que viven mucho tiempo en la calle.
Ya nos despedíamos, porque
llegamos a mi casa, y se me ocurre decir, mirando al cielo, cubierto de nubes que salían
a borbotones entre los edificios, qué bonito está el cielo, mirando un espectáculo
así disfruto y en seguida pienso en Dios… Quería decir algo ligero o gracioso
para terminar la conversación…
La respuesta de uno de
ellos fue instantánea: pues a mí eso me sugiere problemas, lluvia, frío, tener
que buscarme un refugio seguro... Mi frasecita había sido cuando menos inoportuna, si no pedante. Un comentario tan simple pone en evidencia la enorme
diferencia entre tener un techo y no tenerlo, vivir en la calle o en tu propia casa; aunque veamos las mismas cosas unos y otros, no
las sentimos de la misma manera.
Tiene razón el otro
acompañante cuando dice que está muy dolido con la sociedad, porque muchas
personas, aunque vean a otros, incluso aunque sean vecinos o próximos, sufriendo necesidades materiales o
espirituales, no se inclinan para escuchar, y socorrer…
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