sábado, 27 de septiembre de 2014

De Tetuán a Nanclares de Oca.



R. ha entrado en la oficina, muy educado, adopta una pose muy formal, muy “profesional”. Su aspecto es el de un hombre mayor,  bien vestido, limpio, rasurado, y de aspecto muy saludable para su edad y la  vida que se supone ha llevado cualquier persona que entra en este centro.

No parece fácil la conversación con él pues, como él nos dijo, vive en completa soledad, y no habla con nadie, no se fía de nadie, nunca se sabe, y como su vida ha sido todo “lo contrario de las apariencias”, como él mismo nos dirá después, pues mejor no tentar la suerte. Esa es la razón de su aparente hieratismo al principio, ver, observar, tantear el ambiente, y si conviene hablar, hablará, si no, no hablará, en todo caso ya tiene estudiada la respuesta. Porque, ocurrente lo es y mucho: “señora, esta camisa puede ser suya,  de su marido o cualquier otra persona, no es mía, es prestada”, esta fue la respuesta que dio a una señora que le “reprochó” que iba muy bien vestido para ponerse a pedir; la señora quedó tan desconcertada que no acertó a responderle y le dio dos euros, y él agradecido, era lo que pretendía, sacar más dinero. Como vemos sabe decir las cosas muy claras sin ofender.

Efectivamente, hace falta ser muy muy listo para haber sobrevivido huérfano de padre  desde niño,  acostumbrado a una vida de auténtico pícaro, ya que su madre o no podía o no le preocupaba mucho  la conducta de su hijo. Esta situación familiar tiene lugar en Tetuán, siendo entonces protectorado español, por lo que se verá trasladado al reformatorio de Cádiz, por petición de su propia madre, cansada de que los vecinos le afearan la conducta de su hijo. Del reformatorio, de aquellos tiempos, auténtica escuela de cacos y pillos, sale a la vida hecho un licenciado en robos, que, naturalmente darán con él en la cárcel, nada menos que en Nanclares de Oca, allá en el norte,  donde el frío y las nevadas son otro castigo añadido para él, y fueron veinte años de su vida, de los setenta que ahora tiene.

Nos cuenta un paréntesis honrado en su vida en el que trabajó en un barco como mozo en la sala de máquinas. Aquí fue donde, según él nos dice una y otra vez, cometió el mayor error de su vida. Tenía un  trabajo y podría haber vivido muy bien, con un futuro como cualquier persona decente, y haber formado  una familia; pero aquí vino a tentarle el lujo, un compañero llegó todo enjoyado, se cambió, dejó su ropa y sus joyas como todos y R. que lo vio, deslumbrado, cayó en el engaño, se decidió por el dinero fácil. Lo gastó todo en una noche y, naturalmente lo cogió la policía, así ingresó en la cárcel.

Hoy es un hombre solitario, sigue culpándose de su mala vida, por eso acepta lo que le den de muy buena gana, y sólo utiliza su habilidad para el engaño cuando le es necesario. La verdad es que nos hemos reído a placer cuando nos contaba cómo simulaba estar destrozado para entrar en un albergue, o cuando se vestía de señor elegante para dar un golpe. Bromas a parte nos confesó muy sinceramente: “No he podido  formar una familia,  no voy a dejar nada bueno tras de mi. Estoy fuera de juego, no me engaño, sé lo que he sido”.

Yo traté de animarle diciéndole que Dios sabe por qué estamos aquí, que a veces no nos enteramos ni nosotros mismos, entonces él dio gracias a la Providencia por haberle permitido llegar hasta aquí con tan buena salud. A pesar de sus defectos R. es un compendio de valores que hoy no se aprecian,  y es un auténtico maestro de la vida, con un dominio del lenguaje que es un placer escucharlo, a pesar de la dureza de su vida. Dijo tal cual: “cuántas personas habrán pasado por sus ojos”, queriendo decir que el capellán del formatorio ya no se recordaría de él, en cambio él todavía guardaba un recuerdo de él, ni bueno ni malo, así vemos cómo no le ha cegado el rencor a R.

Por encima de todo R. es un señor elegante, noble, sabe distinguir perfectamente entre el bien y el mal, y como reconoce que ha hecho mal, no exige nada, agradece la “caridad” (él mismo usa esta palabra, no anda con remilgos o eufemismos como ahora se estila) sin ofenderse jamás.

Aún me quedaba por descubrir otra cualidad en R. que es extraordinaria; cómo ha sido capaz de conservarla teniendo que afrontar una vida tan calamitosa, habitando lugares inhóspitos y crueles, donde la  inocencia ha sido sustituida radicalmente por la ley de la supervivencia, cómo ha logrado mantener intacto y en toda su frescura el ideal de  familia, que le permite admirar  cada niño que pasa por la calle como si fuera suyo y adornarlo con un piropo elegante a él y a los padres que lo acompañan.

Cuántas veces le he oído en tan corto espacio de tiempo como nos conocemos que su única añoranza, lo único que de veras lamenta, es no haber podido formar una familia, no dejar una hulla tras de sí. No pude entonces por menos de decirle que era un hombre bueno, que esa idea tan pura y tierna que conservaba como un tesoro, esa idea lo salvaría, que desechara el pesimismo y la desesperanza de merecer algo bueno, que un amor puro como el que él conservaba lo salvaría, porque había logrado que su vida no resultara estéril, lo convertía en  un auténtico ejemplo  de cómo se mantiene intacta una idea noble por muchas y fieras que hayan sido las acometidas.

Quizá, R., esa idea tan pura y sencilla, tan inocente como un niño, te ha preservado, te ha servido de talismán contra el deterioro físico y moral, y además hace de ti un hombre generoso que  reparte consejos, gracias y buenas palabras donde quiera que te encuentres. ¿Ves como no ha sido inútil tu vida, pues eres capaz de ver  lo que es bueno para ti en los demás y agradecérselo?

Yo estoy convencido, R., que hay personas que tienen una vida de renuncia, sólo realizable en su imaginación, me explico, hay personas que siendo capaces de imaginar una vida muy feliz sin embargo nunca encuentran con quién llevarla a cabo, pero su ideal no se marchita con el tiempo ni con los desengaños, al contrario, ese ideal tiene cada vez más sentido, y cuando ve atisbos de esa felicidad  en otros sabe reconocerlos y fomentarlos, y esa es su vida, como si fuera una especie de encargo o  misión: ver y hacer ver a cada uno lo bueno que hay en él.


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