La sociedad, el mundo, son
realidades muy complejas, nadie lo duda, ni lo ignora. Aunque hemos alcanzado
un enorme desarrollo, generación tras generación, a lo largo de la historia,
siempre destacamos lo peor, lo mal que está, los desequilibrios y desigualdades
disparatadas e hirientes que lo desfiguran, convirtiéndolo en un lugar inhóspito
para millones de personas, en todos los tiempos, pero sobre todo en nuestros
días, cuando un día, para muchos, se hace interminable. Vemos al mundo de hoy que
avanza desbocado, azuzado por el odio, despreciando y atropellando a su paso
todo lo que encuentra, destruyendo incluso civilizaciones laboriosamente
construidas, con el esfuerzo y deseo de mejora de generaciones y generaciones.
Este modelo de progreso es, cada
día, más artificial y mecánico, habiendo
llegado al grado de “progreso ensimismado”. No responde a necesidades reales
humanas, sino que disfruta creando y recreándose a sí mismo, anticipándose incluso
a las realidades materiales y humanas. Menosprecia su función principal:
satisfacer las necesidades reales, individuales, familiares, colectivas, de los
seres humanos, de todos, sin excepción. Ese es el ideal y el referente
principal: el bien común, que alcanza a cada ser humano, según sus capacidades
y necesidades, bien regulado, bien administrado. Tarea para la cual se debe
preparar y escoger a los mejores gestores, los más justos, los más imparciales
e insobornables, si de verdad queremos progresar razonablemente, con seguridad,
evitando retrocesos peligrosos.
Pero ese referente ideal, el ‘bien
común’, necesita un soporte muy fuerte, un anclaje insobornable,
incuestionable, que sea asumido y respetado por todos a la vez. A mí me sirvió durante
algún tiempo el “mundo de las ideas” de Platón, cualquiera podría entender que
el Bien, la Verdad, la Luz, son ideas madre, capaces de atraer y sustentar
formas de gobierno y conductas particulares ejemplares, que a la vez que nos
perfeccionan individualmente redundarían
en beneficio propio, de otros y de todos.
Pero frente a este ideal, que en cada
época se ha expresado y vivido de diferentes maneras, siempre combate una
fuerza bruta, egoísta; peor aún, malvada, que solo busca el mal por el mal, y
lo hace desde siempre. Cierto que le ha
resultado imposible impedir, y lo ha intentado a lo largo de la historia hasta
desencadenar dos (o tres) guerras mundiales, que disfrutemos de un enorme
desarrollo material, y de sociedades más o menos democráticas y justas, capaces
de ir dando respuestas a las necesidades vitales de un número creciente de
personas. Hoy, por ejemplo, podemos hablar de “Estado del bienestar” (a pesar
de la crisis), en las sociedades más desarrolladas, y dicen las estadísticas
que hay menos pobres en este mundo globalizado.
Como el conocimiento del “mundo
de las ideas” no me bastaba ya para garantizar un desarrollo duradero, quiero convencerme
de que debe haber otra fuerza invencible a favor del ser humano: el Amor. Un
amor puro, gratuito, sin límites. Pero, ¿Dónde
podremos cimentarlo? Tiene que ser un cimiento diamantino, puro, inalterable;
y no solo una idea. El único que puede colmar esas aspiraciones tiene que ser
un ser absoluto, dueño de sí mismo, coherente, incontaminado, que da la vida,
la mantiene y es capaz de regenerarla.
Ese ser supremo, inconmensurable,
inagotable, infinitamente amable solo puede ser uno: Dios. Un Dios que se hace
hombre, que nos muestra el camino para volver a Él, a través del sacrificio de
su propio Hijo. Podemos ser salvados, debemos querer ser salvados, reconocer
que nuestras limitaciones exigen un complemento para alcanzar la plenitud, que
no está en nosotros mismos. Es tan sencillo, que solo los limpios de corazón,
los humildes, los que saben distinguir lo esencial de lo superfluo, son capaces
de entenderlo, aceptarlo y dar incluso la vida por él, si fuera preciso, como
han hecho a lo largo de la historia, y en la actualidad siguen haciendo los numerosos
mártires contemporáneos en distintas partes de la tierra. ¡Gloria y honor a
estos elegidos que nos alumbran con su testimonio!
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