14 de março de
2015
Ilustração de Carlos Ribeiro
Cuando decidimos hacer un disparate, utilizamos un argumento tan fuerte como errado para justificar el mal que estamos a punto de realizar: ¡Tenemos derecho a hacerlo!
En base a esa noción distorsionada
de la justicia es como, tantas veces, nos colocamos por encima de otros y de la
moralidad que defendemos para todos – los demás. Nos creemos más que los demás
o que, por lo menos, somos la excepción a la regla.
A veces, nos sentimos
cansados y agraviados; otras, creemos que, si escogemos un mal menor en vez de
un mal mayor, estaremos escogiendo bien… pero, claro, no es por no ser la peor
de las opciones por lo que deja de ser una mala elección.
Después de cometer el
primer disparate, muchas personas, al darse cuenta del error, lo repiten. De
esta forma intentan diluirlo u olvidarlo… hasta que al final de una serie de
absurdos… se dan cuenta que lo más difícil, y lo mejor, habría sido evitar caer
la primera vez.
Es importante que
consigamos entender bien la inteligencia de las tentaciones, la forma como se
presentan a fin de conseguir lo más mediocre que hay en nosotros… no, no
pretenden de nosotros el mal supremo… sólo la mediocridad más vulgar y
rastrera, la insignificancia… que seamos solamente nada, nada más.
La tentación de poder
nos llevar a considerar que debemos hacer todo cuanto podemos… a fin de
desarrollar nuestra libertad. Ahora bien, en verdad, nuestros valores y
principios apuntan en una línea que no se debe cruzar. Pero, que seremos tanto
más libres cuanto más fuertes seamos en el cumplimiento de lo que es acertado.
El fin último de todos
los egoísmos es la soledad absoluta.
Si me creo más que los
otros, aún quedo más solo.
Todos cometemos
errores, pero ninguno tiene derecho a justificar sus faltas con las ajenas… no
hay faltas justas.
En tiempos de
fragilidad, nos tranquiliza la idea de que, en medio de tanto mal, podemos
hacer una u otra cosa que, no siendo acertada ni mucho menos, por lo menos nos
aliviará un poco la presión… y nos dará la paz que tanto queremos…
Pero nunca tenemos
derecho a hacer mal a nadie… ni siquiera a nosotros mismos.
Por más profundo e
inmenso que sea nuestro sufrimiento, por más confusa y extraña que sea nuestra
situación en la vida, no tenemos derecho a escoger el mal. Sí, tenemos ese
poder… pero nuestro deber es otro: ser cada vez mejores. Siempre. Cada día. En
cada decisión… sin excepción.
No soy más que nadie,
ni, por eso, estoy por encima de la moralidad por la cual evalúo a los demás.
Si una acción es un disparate, entonces lo es siempre, lo mismo cuando yo soy
el autor.
(esta é a 200ª crónica!!)
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