Los
autores espirituales hablan, en este punto, de la perniciosa
tristeza. Es un sentimiento especial. Cuando estamos triste
expresamos la convicción de que hay algo que no debería ser así,
que deseamos que no exista. Es, pues, una especie de odio.
El
cristiano debe odiar el mal y el pecado. La tristeza saludable se
llama arrepentimiento. Si, por el contrario, nos asalta la tristeza
por la vida como tal, por la compañía de los demás, a causa de la
soledad, existe entonces una falta de fe en la providencia, en la
bondad de Dios y en su obra. Por tanto, nunca debemos consentirla
totalmente, incluso cuando la tristeza está justificada. Puede ser
pena por los muertos, compasión por la desgracia de otros... pero
todo esto debe tener sus límites en la moderación. Dado que los
eslavos son a menudo melancólicos por naturaleza, Nilo Sorshij
dedica al capítulo de la tristeza un largo capítulo y la define
como el peor enemigo de la vida espiritual.
En
occidente ha sido equiparada a un tipo de tristeza que es perversa
desde el principio: la tristeza por el bien de otro hombre, la
envidia. Según San Juan Crisóstomo, el envidioso es peor que el
avaro. Este se pone contento cuando posee, y el envidioso lucha para
que los demás no tengan: “Él mismo, quizá, no se levanta porque
es vago, pero es capaz de altar para hacer que el otro que está de
pie se caiga”.
A
menudo se producen pequeños sentimientos de tristeza cuando el otro
tiene éxito. Se requiere solo un poco de buena voluntad para no
ceder a ellos. Si lo que envidiamos son cosas espirituales, entonces
hay un medicamento eficaz: tratar de alcanzarlas a través del bien.
Este tipo de emulación es útil también en los institutos
religiosos y en los monasterios. No degenera si solo se trata de
verdadero bien espiritual. Así leemos que San Antonio Abad, que
cedía ante todos en todo, solo quería superarlos en virtud.
Combate
contra los malos pensamientos (4). Cardenal Tomás Spidlík, SJ.
(MAGNIFICAT, setiembre de 2017. nº 166)
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