La
cólera empieza con sentimientos de aversión hacia lo que realmente
o en nuestra imaginación se presenta como un obstáculo en nuestro
camino. Inmediatamente nos entran ganas de quitarlo de en medio. Se
nos ocurre una idea de cómo hacerlo. De todo ello vemos que la ira
puede ser justa o injusta. Imagen de una ira justa es Cristo
expulsando a los vendedores del templo (Mc 11,15ss;Jn 2,14ss).
El
único verdadero obstáculo al bien es el mal. Podemos y debemos,
pues, encendernos de ira contra un mal real y no imaginario. Así
pues debemos airarnos en verdadero y pleno sentido contra el pecado,
contra el diablo, contra los malos pensamientos. Cuando se trata de
los hombres, la ira solo es justa si conduce al bien, a la derrota
del mal, y, así, al beneficio del prójimo y no para su daño. Se
entiende que la cólera debe ser mesurada.
A
menudo, sin embargo, nos asalta una ira injusta. Del sentimiento de
disgusto nace el odio y el deseo de venganza. Sentimos placer ante la
desgracia ajena, humillamos al otro con palabras y lo denigramos
delante de los demás. Luego pasamos a los actos. Frecuentemente la
ira se manifiesta mediante una explosión de sentimientos que son más
fuertes que el sano juicio. Un hombre así es, según san Juan
Clímaco, un loco, un perturbado. No se puede hablar con él hasta
que el impulso de la ira no cesa. El mejor consejo que se le puede
dar es lo que dicen algunos dichos populares: “respira
profundamente”, “cuenta hasta diez”, “trocea la leña pero no
encima de la cabeza de oto”, etc.
Mucho
más peligrosa es la ira que se queda en el alma incluso una vez que
el estallido de sentimientos ya ha pasado. Se empieza a pensar en la
venganza con frialdad, se niega a perdonar. Según san Gregorio de
Nisa, un hombre así se separa del reino de Dios. Él mismo no será
perdonado porque no perdona a los demás. Dios no intervendrá a su
favor porque quiere hacer justicia por sí mismo.
En
Las Vidas de los Padres del desierto se
narra que curaron así a un hombre airado: le hicieron repetir esta
oración: “te damos gracias, Señor, porque no te necesitamos, ya
que la justicia nos la procuramos nosotros solos”. San Doroteo
compara al hombre airado con un perro que muerde la piedra y, en su
ceguera, no ve al hombre que ha tirado la piedra.
“¡Airaos,
pero no lleguéis a pecar!”(Ef 4,26). El Apóstol de las naciones
tenía un carácter explosivo. Sabía por experiencia cómo podía
encender la cólera cuando, de repente, uno se encuentra con el mal,
la deshonestidad, la dificultad expresamente preparada. Pero este
impulso no debe llevarnos al pecado para no aniquilar un mal con otro
mal. Por lo demás, san Pablo establece un tiempo prudente para
calmarse, hasta la puesta de sol: “Que el sol no se ponga sobre
vuestra ira” (Ef 4,26). La ira se cura con las virtudes contrarias,
paciencia, fe en la providencia.
Combate
contra los malos pensamientos (4). Cardenal Tomás Spidlík, SJ.
(MAGNIFICAT, setiembre de 2017. nº 166)
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