Hace apenas unas semanas estábamos felices, porque creíamos
que compartíamos la felicidad de dos personas que convivían bajo el mismo
techo, de ocupas en medio de un paraje natural, y de pronto, empujados por un
violento desahucio, habían encontrado un techo mejor, más seguro, más
digno, con espacio para acoger personas
y animales, lo que les permitiría una mayor integración en la sociedad y una
ayuda para su maltrecha economía.
Pero, ‘el hombre propone y Dios dispone’, o sea que, es Dios
quien en realidad nos consigue las cosas buenas que nos ocurren, utilizándonos
a nosotros sabiamente para sus fines, y nunca sabremos si son buenas hasta que
quede demostrado (algo así como el probado reconocimiento de los milagros por
la Santa Madre Iglesia). Nosotros nos creemos casi siempre imprescindibles, por lo cual nos frustramos tan a menudo, porque las cosas no salen como pensábamos,
ni en el momento que queremos. Nadie puede
hacer lo que el otro tiene que hacer por sí mismo. Por eso, ayudar no es fácil,
significa estar dispuesto al ‘fracaso’, según nuestro criterio, al silencio; es
un requisito imprescindible para seguir siendo voluntario y no desanimarse, o
para cualquiera que quiera ayudar a otro desinteresadamente.
Quizá dimos demasiados pasos sin conocer a fondo la relación
entre ambas personas, ni el interior de cada uno, ni sus verdaderas costumbres,
públicas y privadas. Unos días en su nueva y digna morada y a punto estuvo de
ocurrir una tragedia mayor, pero, se quedó en una disputa, en el desacuerdo y
ruptura de un contrato de palabra, y abundantes destrozos materiales también.
Si, como dice la Biblia que dice el Señor: ‘vuestros planes
no son mis planes’, ¡entonces, cómo se nos ocurre pensar y hacer planes para
otros, pensando que se van a hacer realidad, y se debe a nuestra participación en ellos! Humildemente
hemos de aceptar que cuando las cosas no salen como pensamos o deseamos, es
porque no estábamos haciendo lo adecuado, el que ayuda o el que recibe la
ayuda, o los dos al mismo tiempo; porque la buena voluntad no basta. Hace falta
algo más.
Algo que, a menudo, se nos escapa, o no queremos reconocer y aceptar, porque exigiría demasiado de nosotros mismos, porque tendríamos
que reconocer una Existencia superior a nosotros que nos inspira para el bien
en todo momento y hasta el final, y eso me llevaría también a tener que
renunciar progresivamente, a medida que avanzara nuestro discernimiento, a más
y más cosas... hasta quedarnos en un simple ser y existir para el bien solo.
Nos llevaría a la autoexigencia, o a la conversión, o como se prefiera
llamarlo, a predicar con el ejemplo, y eso, cuesta mucho entrenamiento, mucha
autodisciplina, y mucho coraje, para afrontar una batalla interior de la saldré
más pobre en bienes materiales, pero rico mental y espiritualmente. Y a saber
encajar las opiniones y las críticas, así como la falta de reconocimiento de
nuestros logros en semejante tarea, es, sobre todo, personal, cara a cara con
la propia conciencia, la cual guía el mismo Dios.
Mucho mejor que yo nos lo dice el apóstol san Juan: “...nosotros sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no
ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida. Y sabéis
que ningún homicida lleva permanentemente en sí vida eterna. En esto hemos
conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros... Pero si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su
hermano en necesidad, le cierra las entrañas, ¿Cómo va a estar en el amor de
Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.
En esto conocemos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro
corazón ante Él, en caso de que nos
condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce
todo.” (Primera carta del apóstol san Juan 3, 11-21) OM
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