Pablo Garrido Sánchez
Preguntas
que son comunes: ¿A dónde van los que mueren? ¿Se establece un juicio
absolutorio o condenatorio? ¿Qué es exactamente la resurrección de los muertos?
¿Existe el infierno? ¿Es lo mismo el cielo que la asamblea de los innumerable
bienaventurados? ¿Qué hacemos con el purgatorio? ¿Qué pasa con nuestro cuerpo?
Ante estas y otras muchas preguntas no podemos abandonar y concluir que no
podemos saber nada. Bueno, algo se puede decir, aunque ciertamente la fuente de
esclarecimiento que es la Escritura se muestra muy parca en respuestas. También
nuestro Catecismo oficial aporta elementos valiosos y firmes. Pero la
investigación teológica sobre este campo apasionante no ha cesado y hay
cuestiones que precisan iluminación no para satisfacer la curiosidad, sino para
fortalecer la Fe. Nosotros rezamos en el
Credo que creemos en la resurrección de los muertos, y no simplemente en la
pervivencia de los espíritus.
JESÚS nos dice que
sólo ÉL conoce al PADRE (Cf Mt 11,27); y podemos añadir que en ese conocimiento
están incluidos los grandes designios del PADRE (Cf Jn 3,12) sobre los hombres.
Y nos añade que tal conocimiento lo da a
conocer a quien ÉL quiere, por lo
que hacemos bien en volver la mirada hacia la Escritura donde se encuentran las
palabras de JESÚS al respecto de la vida eterna.
Nos
dice: “Os conviene que me vaya, pues así
os prepararé sitio; para que donde YO esté estéis también vosotros”(Jn 14,
3). Con lenguaje humano hay que hablar de las cosas del cielo, y eso precisa de alguna relectura. ¿Es que
JESÚS va a preparar una mansión, casa o habitáculo para después ser ocupados?
Cuando decimos a una persona que tiene un sitio en nuestro corazón, ¿le estamos
diciendo que tenemos un corazón parcelado y en una de sus divisiones lo hemos
albergado? Entendemos, en este último caso, que a esa persona le estamos
ofreciendo una relación de amistad personal, aunque utilizamos lo del “sitio”
como simple metáfora. Será muy
provechoso para nosotros que en el cielo no haya sitios, sino estados y
relaciones personales derivados de dichos estados. Por eso encontramos en
san Pablo de forma repetida que para él lo importante es “estar con CRISTO” (Cf Flp 1,23). El evangelio de Juan recoge
expresiones similares: “y estuvieron con ÉL todo el día” (Cf.
Jn 1,39). El cielo, por tanto no es el
“sitio” nuevo, sino la nueva relación con JESÚS resucitado, que adquirirá
previo paso por la muerte en la Cruz. ÉL mismo lo reafirma: “para que donde
YO esté, estéis también vosotros”; pues la vida eterna está en el conocimiento
amoroso del PADRE y del HIJO: “La vida eterna consiste en que te conozcan a ti,
PADRE, y a tu Enviado, JESUCRISTO” (Cf Jn 17,3).
Otro
aspecto que promueve interrogantes e inquietudes es lo de con cuerpo o sin cuerpo en el cielo. En el capítulo quince de la primera carta a los Corintios, san Pablo, señala aspectos interesantes. Indicando la diversidad
corporal de las distintas criaturas llega a decirnos que resucitaremos con un cuerpo glorioso a semejanza del propio cuerpo
glorioso de JESÚS resucitado. Y añade que el cuerpo actual es como una semilla para la inmortalidad (Cf 1Cor
15,35-53;Flp 3,21). Siendo nuestro cuerpo templo del ESPÍRITU SANTO” (Cf. 1Cor
3), se puede entender en el momento preciso que este cuerpo ceda el paso a otro
cuerpo gestado en esta vida, pero distinto para acomodarse a las condiciones
del mundo espiritual. ¿Tendrán algún efecto los sacramentos que recibimos en
esta vida en la constitución del cuerpo glorioso que aparecerá una vez dejado
este mundo? Si nos atenemos a lo que nos dice san Juan en su capítulo seis, la recepción del “pan de vida” repercute
en la “resurrección del último día”. La expresión “último día” es polivalente, y tenemos que aplicarla a la muerte
personal y al contexto general y final. El gran día de la manifestación del
SEÑOR tiene lugar de forma particular en el momento de nuestra muerte, pues
DIOS es capaz de aplicar todo su amor a cualquier hijo singular y particular.
Todo esto no resta un ápice a la mirada universal que procura alcanzar la
manifestación al final de los tiempos, que se incardina en el misterio de DIOS.
Tenemos
el horizonte personal con el límite de nuestra vida, y sin una precisión
milimétrica podemos afirmar que en un periodo de unos años, ochenta o noventa
en el mejor de los casos, acontecerá de
forma particular el “gran Día del SEÑOR”, pero la irrupción cósmica, en que todo
el universo quede transformado y elevado a la categoría de universo celestial,
es algo que escapa a cualquier cálculo. Porque, ni la destrucción del propio planeta, ni la desaparición de la
vida humana del mismo supondría la Manifestación Final Universal, sino el fin
del género humano. Y tal cosa podría darse bajo el efecto de una tormenta solar
cuya bola de fuego rodease el planeta y absorbiese toda la atmósfera. Y, ¿esto
último es posible? La ciencia actual tiene
la respuesta, a nosotros nos importa acogernos a la Providencia divina.
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