miércoles, 7 de diciembre de 2016

LO QUE NOS ESPERA II

Pablo Garrido Sánchez 

Preguntas que son comunes: ¿A dónde van los que mueren? ¿Se establece un juicio absolutorio o condenatorio? ¿Qué es exactamente la resurrección de los muertos? ¿Existe el infierno? ¿Es lo mismo el cielo que la asamblea de los innumerable bienaventurados? ¿Qué hacemos con el purgatorio? ¿Qué pasa con nuestro cuerpo? Ante estas y otras muchas preguntas no podemos abandonar y concluir que no podemos saber nada. Bueno, algo se puede decir, aunque ciertamente la fuente de esclarecimiento que es la Escritura se muestra muy parca en respuestas. También nuestro Catecismo oficial aporta elementos valiosos y firmes. Pero la investigación teológica sobre este campo apasionante no ha cesado y hay cuestiones que precisan iluminación no para satisfacer la curiosidad, sino para fortalecer la Fe. Nosotros rezamos en el Credo que creemos en la resurrección de los muertos, y no simplemente en la pervivencia de los espíritus.


JESÚS nos dice que sólo ÉL conoce al PADRE (Cf Mt 11,27); y podemos añadir que en ese conocimiento están incluidos los grandes designios del PADRE (Cf Jn 3,12) sobre los hombres. Y nos añade que tal conocimiento lo da a conocer a  quien ÉL quiere, por lo que hacemos bien en volver la mirada hacia la Escritura donde se encuentran las palabras de JESÚS al respecto de la vida eterna.

Nos dice: “Os conviene que me vaya, pues así os prepararé sitio; para que donde YO esté estéis también vosotros”(Jn 14, 3). Con lenguaje humano hay que hablar de las cosas del cielo, y  eso precisa de alguna relectura. ¿Es que JESÚS va a preparar una mansión, casa o habitáculo para después ser ocupados? Cuando decimos a una persona que tiene un sitio en nuestro corazón, ¿le estamos diciendo que tenemos un corazón parcelado y en una de sus divisiones lo hemos albergado? Entendemos, en este último caso, que a esa persona le estamos ofreciendo una relación de amistad personal, aunque utilizamos lo del “sitio” como simple metáfora. Será muy provechoso para nosotros que en el cielo no haya sitios, sino estados y relaciones personales derivados de dichos estados. Por eso encontramos en san Pablo de forma repetida que para él lo importante es “estar con CRISTO” (Cf Flp 1,23). El evangelio de Juan recoge expresiones similares:  “y estuvieron con ÉL todo el día” (Cf. Jn 1,39). El cielo, por tanto no es el “sitio” nuevo, sino la nueva relación con JESÚS resucitado, que adquirirá previo paso por la muerte en la Cruz. ÉL mismo lo reafirma: “para que donde YO esté, estéis también vosotros”; pues la vida eterna está en el conocimiento amoroso del PADRE y del HIJO: “La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, PADRE, y a tu Enviado, JESUCRISTO” (Cf Jn 17,3).


Otro aspecto que promueve interrogantes e inquietudes es lo de con cuerpo o sin cuerpo en el cielo. En el capítulo quince de  la primera carta a los Corintios, san Pablo, señala aspectos  interesantes. Indicando la diversidad corporal de las distintas criaturas llega a decirnos que resucitaremos con un cuerpo glorioso a semejanza del propio cuerpo glorioso de JESÚS resucitado. Y añade que el cuerpo actual es como una semilla para la inmortalidad (Cf 1Cor 15,35-53;Flp 3,21). Siendo nuestro cuerpo templo del ESPÍRITU SANTO” (Cf. 1Cor 3), se puede entender en el momento preciso que este cuerpo ceda el paso a otro cuerpo gestado en esta vida, pero distinto para acomodarse a las condiciones del mundo espiritual. ¿Tendrán algún efecto los sacramentos que recibimos en esta vida en la constitución del cuerpo glorioso que aparecerá una vez dejado este mundo? Si nos atenemos a lo que nos dice san Juan en su capítulo seis, la recepción del “pan de vida” repercute en la “resurrección del último día”. La expresión “último día” es polivalente, y tenemos que aplicarla a la muerte personal y al contexto general y final. El gran día de la manifestación del SEÑOR tiene lugar de forma particular en el momento de nuestra muerte, pues DIOS es capaz de aplicar todo su amor a cualquier hijo singular y particular. Todo esto no resta un ápice a la mirada universal que procura alcanzar la manifestación al final de los tiempos, que se incardina en el misterio de DIOS.



Tenemos el horizonte personal con el límite de nuestra vida, y sin una precisión milimétrica podemos afirmar que en un periodo de unos años, ochenta o noventa en el mejor de los casos,  acontecerá de forma particular el “gran Día del SEÑOR”, pero la irrupción cósmica, en que todo el universo quede transformado y elevado a la categoría de universo celestial, es algo que escapa a cualquier cálculo. Porque, ni la destrucción  del propio planeta, ni la desaparición de la vida humana del mismo supondría la Manifestación Final Universal, sino el fin del género humano. Y tal cosa podría darse bajo el efecto de una tormenta solar cuya bola de fuego rodease el planeta y absorbiese toda la atmósfera. Y, ¿esto último es posible?  La ciencia actual tiene la respuesta, a nosotros nos importa acogernos a la Providencia divina.

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