San Gaudencio de
Brescia (+410),
obispo
Esos
amigos que nos alcanzarán la salvación son, evidentemente, los pobres, porque,
según nos dice Cristo, es Él mismo, el autor de la recompensa eterna, quien, en
ellos, recogerá los servicios que nuestra caridad les haya procurado. Por este
hecho seremos bien acogidos por los pobres, pero no en su propio nombre, sino
en el nombre de Aquel que, en ellos,
gusta del fruto refrescante de nuestra obediencia y de nuestra fe. Los que llevan
a cabo este servicio de amor serán
recibidos en las estancias eternas del
reino de los cielos, puesto que el mismo Cristo dirá: Venid, benditos de de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de
comer; tuve sed y me disteis de beber.
Finalmente,
el Señor añade: Y si no habéis sido
dignos de que os confiaran los bienes de otros, los vuestros ¿quién os los
dará? Pues, en efecto, nada de lo que es de este mundo nos pertenece
verdaderamente. Porque a nosotros, que esperamos la recompensa futura, se nos
invita a comportarnos aquí abajo como huéspedes y peregrinos, de manera que
todos podamos, con toda seguridad, decir al Señor: Soy un extraño, un forastero como todos mis padres.
Pero
los bienes eternos pertenecen, propiamente, a los creyentes. Sabemos que están
en el cielo, allí donde está nuestro
corazón y nuestro tesoro, y donde -esta es nuestra íntima convicción-
vivimos ya desde ahora por la fe. Porque, según lo enseña San Pablo: somos ciudadanos del cielo.
(En Magnificat, pág. 90, sábado 5 de noviembre 2016)
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