domingo, 21 de diciembre de 2014

Orgullo, el otro lado de la ignorancia




Ilustração de Carlos Ribeiro

El orgullo, la vanidad y la soberbia andan casi siempre juntos. ¡Son los aliados superiores de la ignorancia! El orgullo se coloca a sí mismo sobre la realidad. ¡Pero, no sólo se cree superior a los otros, además pretende que ellos compartan esa misma opinión, o sea, que todos piensen que él es el mejor! Más aún, por creerse tan superior, considera que puede tratar a los otros como suyos.

¡El orgulloso es una realidad hecha fantasía… de sí mismo!¡No se conoce! Es un ignorante de sí mismo, lo cual es la peor ignorancia.

El orgullo ve la humildad como una humillación.

La vanidad se sirve muchas veces de la caridad, de la generosidad y de la bondad. Las daña. Porque las hace agotarse en sí mismas, en la medida en que los destinatarios de las buenas acciones son meros medios y no fines. No se procura el bien del otro, sino servirse de él para conseguir algo para sí mismo. Egoísmo simple, con una vuelta más. ¡Pero, claro, ellos mismos, nunca se dan cuenta de esto!

En realidad, no hay personas altivas y personas humildes. Todos somos arrogantes. Los humildes son los que saben que lo son y quieren dejar de serlo, mientras los arrogantes ¡¡¡son los que se tienen por humildes y por eso no hacen nada!!!

La raíz de todos los vicios, el orgullo, es una maldad tremenda en la medida en que impide a quien le da vida contemplar la belleza y la bondad del mundo y de los otros. El orgulloso se cree tanto único como sublime… el mundo de los otros le es indiferente y, por eso, los desprecia.

La vanidad se enraíza en la idea de que la apariencia es lo más importante. Se deja vivir en el pensamiento de los otos, como una entidad divina.

El hambre de aplausos lleva a mucha gente a esconder (incluso ante sí mismo) su autenticidad, remiten a una oscuridad inquietante la verdad sobre sí. Cuando buscan el agrado a toda costa, se mienten incluso a sí mismos. Construyen torres altas, y viven allí, en lo alto, encima de todo, solos con su egoísmo. A veces caen desde  la cima… y se hacen daño. Mucho.

Cuidado. Los orgullosos heridos son peligrosos. La persona se vuelve casi insoportable, lleva consigo mil resentimientos, todos (d)escritos en el libro de los odios y de los rencores, y, a veces, explota en manifestaciones de la más refinada y fría venganza. En fin, la más triste de las amarguras.

La soberbia es siempre triste y desasosegante, una ansiedad en relación a lo que los otros sienten, piensan e imaginan, lo que dicen y lo que pueden decir sobre nosotros…

Todos tenemos un origen humilde y más vale ser estimado por aquello que se es, que ser admirado por lo que parece…

Está también la falsa humildad, que es la de quien se finge menos de lo que es para así disculparse para no cumplir con su deber. La verdadera humildad es audaz y no encogida, es generosa y no cobarde. Los humildes no son los tímidos, sino los artífices de las grandes obras, precisamente porque saben poca cosa y, por eso, son capaces de aprender y de arriesgar, sin recelo de la opinión ajena o del fracaso.

Quien cree bastarse a sí mismo no admira  ni estima nada más allá de eso, no cree si quiera necesario crear o permitir que nazca en sí nada nuevo y mejor… ¡al final, se considera igualmente perfecto!


Es esencial estar atento a lo que nos rodea. ¡El mundo está lleno de alegría, belleza y bondad! ¡Es necesario vaciarnos de nosotros mismos, dar lo que tenemos y somos, abrirnos al mundo, a los otros y a lo mejor, así, nace en nosotros! 

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