Lo que más aprecio en
este mundo es mi familia, aunque, en realidad, desde hace algunos años, sea más
bien un recuerdo entrañabilísimo,
añorado. Los hermanos nos hemos ido distanciando desde la desaparición de los
padres, especialmente la de mi madre, que sobrevivió a mi padre muchos años. La
presencia de los padres, impide el distanciamiento real, porque al menos una
vez al año se les va a visitar, o se les llama por teléfono una vez por semana.
A mi padre lo admiro
todavía, y cada día más, su nobleza, su generosidad, recordada por muchos en el
pueblo, sin distinciones. A mi madre la admiro de la misma manera, su entereza,
su saber estar, su entrega, el amor que ponía en todo cuanto hacía, su sonrisa
permanente, su fidelidad (aún recuerdo aquella mañana de verano, en que yo
empecé a trabajar como un hombre, en las labores de la recolección, ¡me había
preparado dos huevos con pimientos fritos para almorzar!...). A penas salía de
casa, sólo para ir a misa, diaria mientras pudo. Los disgustos que le dimos los
hijos no la marcaron, ella mantuvo siempre su carácter, acogedor, sencillo,
noble… hasta que murió, o se apagó más bien, poco a poco, para darle tiempo a
despedirse de los hijos ausentes. ¡Cómo nos leía los cuentos! Mi padre murió
demasiado pronto, le falló el corazón, a pesar de tenerlo enorme, o quizá por
eso mismo.
Como he dicho, los
hermanos vivimos ahora más o menos distanciados, según les vaya la vida, si bien la mayor distancia es la física, y por pereza; los más pequeños y
cercanos entre nosotros, vivimos en las antípodas y el resto en el medio. Es
uno de tantos casos de familias cuyos miembros
tienen que buscar trabajo fuera del pueblo y emigrar a la ciudad. Hemos
hablado alguna vez, los tres pequeños, de
lo dura que fue aquella separación y la
adaptación a la vida laboral y urbana; aunque a mí, gracias a Dios, no me fue
tan mal ya que decidí ir a un colegio de frailes para huir de un maestro gigantesco y brutal, que me tenía aterrorizado. Algo de vocación sí
tenía, y a mi madre eso le gustaba.
Esta larga introducción
viene a raíz de una confesión que me hizo una amiga, trabajadora social. Me lo decía con mucha cautela, para no herir
mis sentimientos… Acababa de atender durante un largo rato, a una persona abrumada
por un problema familiar, o mejor, por la relación con su mujer. Me decía: “me
acordé de ti”, “me daba la impresión de que este hombre tenía el corazón roto”,
“¿¡cómo puede haber mujeres así!?...
Muchas veces he hablado
de las leyes tan injustas que pretenden regular las separaciones y divorcios, metiendo
las narices en la vida más privada de las personas. Estas leyes parten de un
principio radicalmente injusto: La discriminación positiva. Yo soy el primero que
defiende a la mujer, y la maternidad, y la familia natural por encima de todo.
Pero ante la justicia todos somos exactamente iguales, tanto si es hombre como si
es mujer, o viceversa (y he alterado el orden poniendo primero el género masculino,
aunque en la vida real sigo cediendo el asiento a una mujer).
Es absolutamente
insensato que una mujer pueda aprovecharse de una ley para abusar de un hombre.
Es una injusticia consentida y amparada. Es triste, es vergonzoso, humillante, para
un hombre, ser acusado de no sé cuantas cosas, agrupadas en “malos tratos”,
tener que pasar pensiones insoportables, y si además pierde el trabajo, pues
puede verse en la calle, privado de cuantas comodidades disfrutaba en su casa. Lo
pierde todo. Ya la separación de mutuo acuerdo, por la incompatibilidad de
caracteres, es poca cosa, no es rentable…
Estas situaciones incluso
pueden producir en los demás desprecio o burla, generalmente muchos se encogen
de hombros, incluso los abogados, ellos se limitan a defender a la mujer como
cliente, y si pueden sacar más, mejor. Parece además, que todos los separados
son potencialmente violentos y culpables de malos tratos. Como los casos con
violencia (y dejemos de una vez de apellidarla “doméstica”, porque parece un
asunto menor, y no lo es, es igual que cualquier otro crimen, con sus
circunstancias y protagonistas) son los más sonados, todo el mundo generaliza: “es
que son…”
Si se publicara una
estadística completa de los matrimonios rotos, con violencia física y sin ella, quizá nos diéramos cuenta de la enormidad del
fracaso social. Quizá nos pusiéramos a corregir la tendencia, porque hubiéramos
asumido nuestra propia responsabilidad. No es culpable sólo el estado, la crisis, los políticos, son culpables todos
los que han aceptado sin la menor reflexión esas ideas de libertad caprichosa,
creyendo que iban a ser más felices. Lo que han conseguido es ser más egoístas.
Y es ese egoísmo lo que los hace tan exigentes e injustos, pretendiendo que el
otro/a les haga o permita ser felices, y
si no lo consiguen se lanzan
desesperadamente a la satisfacción inmediata de sus deseos de felicidad,
cayendo en múltiples adicciones; pero esta carrera los aleja de sus familias y
amigos, provocando verdaderas tragedias familiares, tanto en el aspecto humano
como económico y social. Nos convertimos en una carga insoportable para uno
mismo y para los demás.
Esta corrupción de las
mentes y conductas era más tolerable mientras había riqueza, con la crisis
quizá se produzca una catarsis, o una caída del caballo del progreso,
progresista y desbocado, eternamente insatisfecho. Porque, cada uno “va a su
rollo”, persiguiendo su fantasía, en una estampida que se dispersa en direcciones
divergentes y opuestas. Es como si alguien hubiera arrojado sobre la sociedad
una bomba de racimo, o una atómica de esas
que sólo destruiría a los seres vivos, provocando múltiples ondas expansivas que la
van destruyendo de manera selectiva, para que sólo sobreviva lo que interesa, la
riqueza material y un gigantesco mecanismo egoísta, autoritario y esclavizador…
El deterioro de la
justicia comienza cuando los políticos eligen a los jueces, y se expande a
todos los sectores sociales y a los individuos, cuando legislan para propagar o
imponer sus ideologías, cuando utilizan la justicia para atacar la institución
natural por excelencia, la familia, y transformar la sociedad desde arriba,
dividiendo y enfrentando a las personas, creando batallas dialécticas absurdas
e inconsistentes, pero que desgastan la convivencia. Si piensas así eres un
machista,… y si de la otra manera, eres feminista, entonces eres o carca o progre,
en todo caso ya somos enemigos a eliminar de nuestra vida, uno malo y otro
bueno. O cuando alterando conceptos,
como el de género, sexo, matrimonio, familia, y creando una nueva generación de
derechos, progres, impiden el desarrollo de una sociedad cohesionada y en paz.
Una vez, hace más de
dos mil años, harto de nuestros fracasos, quizá, según nuestro criterio, pero
en realidad compadecido, el Todopoderoso envió a su Hijo a salvar a la
humanidad, con la entrega absoluta de su vida, sin exigencias, pero diciendo la
verdad a todo el mundo y haciendo el bien del mismo modo, sin mirar la condición
de la persona, sino cara a cara y al alma, implorándonos la conversión, y la
realización de sus palabras sanadoras: “la verdad os hará libres”
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