Generalmente damos muchas vueltas a las cosas, a los temas,
incluso a las personas, en nuestras conversaciones diarias. Pero cuando lo
hacemos entre voluntarios o profesionales de los servicios sociales, las
personas sobre las que ejercemos nuestra opinión, juicio, o prejuicio... son
personas que sufren la marginación, durante más o menos tiempo, algunos durante
años, tantos, que suponen la mitad o más de su vida, la cual desconocemos.
Además, en muchos casos se trata de personas aún jóvenes, queriendo decir con
ello que ¡tienen expectativas de futuro!
Desgraciadamente, el futuro, sobre todo en nuestros días, se
ha vuelto muy esquivo, peor aún, lejano, tanto, que puede contemplarse como un
espejismo en medio de un desierto de indiferencia generalizada, casi total,
sobre todo por parte de quienes pudieran contribuir a hacer realidad tantos
sueños malogrados: políticos, empleadores, sindicatos, particulares que
malgastan su dinero en cosas o gustos superfluos, y no comparten sus bienes y
personas con quienes le estarían muy agradecidos…
Cuando nos quejamos de que personas que viven en la
marginación nos mienten, a veces porque ya estamos cansados de escuchar
las mismas cosas, o porque nos cae mejor o peor… yo insisto y afirmo que “no
mienten”, porque lo hacen forzados por la necesidad, para protegerse de algo
que solo la persona sabe, o por miedo, o por la costumbre de vivir en la
calle teniendo que sortear mil trampas diarias; quién sabe si no es para
para tratar de ocultar sus fracasos o su incapacidad para conseguir algo en la
vida por sí mismos.
Es imprescindible, y propio de una sociedad desarrollada y
justa, dar a quien esté dispuesto, la oportunidad de reintegrarse, poner a su disposición
cuantos medios sean necesarios, hasta que recupere su voluntad, su autoestima,
y la dignidad perdida ante sí mismo y ante quien se la negaba antes. Entonces
ya no tendrá necesidad de mentir.
Pero, si escribía lo anterior hace ya algunas semanas, hoy,
en cambio, digo que, a veces, tenemos que tener mucho cuidado cuando tratamos
con personas que están en situación de necesidad, o padecen algún trastorno,
sobre todo cuando no colaboran, pues, al percibir que alguien los escucha e
intenta comprenderlos, y está dispuesto a ayudarles de alguna manera, entonces
se aferran tan fuertemente al profesional o al voluntario, como se sujeta
un náufrago desesperado al socorrista que llega en su auxilio, poniendo en
peligro la vida de ambos.
Y escribo esto porque hay una persona ahora que quiere, ella
sola, por sí misma, salir de la dependencia, forzando al límite su maltrecha
voluntad. Quizá por eso, una vez ha empezado a recuperar algunas cosas,
mediante la ayuda de los demás, quiere tenerlas todas. Quiere ser como los
demás, de repente, no se da cuenta que él tiene que empezar de cero, que le
hace falta mucha voluntad, y mucha humildad, para controlar los deseos, que
tiene que ir asimilando pequeños hábitos de comportamiento que le conduzcan a
una auténtica autonomía, para saber lo que de verdad necesita, lo que más y lo
que menos.
He ido dejando pasar los días, sin muchas ganas de escribir
estas reflexiones, hasta que esta mañana llega a la oficina una persona, muy
dispuesta a hablar, habla sin parar, pero habla bien, todo le parece estupendo,
y nosotros también, porque lo escuchamos que le damos la mano… Dice
textualmente que más importante que el dinero es una palabra, un abrazo, un
gesto… Él se siente tratado como una persona, con toda su dignidad.
Nos cuenta su vida en pocas palabras: fue abandonado de niño
por sus padres a causa de la droga y del alcohol. Sin embargo, está agradecido
a cuantos le han ayudado a crecer y perdona a su madre, pues ya le ha explicado
por qué lo tuvo que dejar en otras manos amigas. Ahora está en paro, aunque es
buen mariscador, y tiene una barquita de pesca. Ha pasado por momentos
trágicos, pero no se rinde. Llega a decirnos que ha sufrido algunos
naufragios reales con su barca, y que incluso ha visto ahogarse a algún compañero
al tener que soltarlo cuando ha acudido en su ayuda, para no ahogarse él
también. Es muy dura la vida, dice, pero hay que seguir luchando…
Y esta realidad suya es la que me mueve a mí a poner por
escrito estas reflexiones, ya que yo había comparado la labor del voluntario,
en algunos casos, a la de un socorrista que tiene que acudir a salvar a un
náufrago, aunque el nuestro sea un náufrago de otros mares: de la familia, del trabajo, de la sociedad,
de la ciudadanía…
Pero, todos en algún momento de nuestra vida somos
unos náufragos y acudimos a Dios en nuestra desesperación, confiamos en
el Todopoderoso que envía a la tierra a su Hijo para salvar a todos los
que quieran salvarse. Él es, por tanto, el mejor Maestro para quien quiera
ayudar a los demás, pues así como Él hace, siempre tendrá esperanza, siempre
dará cuanto tiene, se dará entero, no reserva nada para sí. Él
además se da todo en todos, por eso nos hace a todos iguales, hijos de Dios
queridos, y se ofrece para conducirnos a la patria celestial, allí donde
no cabe la marginación ni la injusticia.
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