lunes, 20 de febrero de 2017

LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Por Pablo Garrido Sánchez

La unidad en general


Se entiende que la unidad es requisito necesario para que algo permanezca en el tiempo. El diálogo, el entendimiento y el encuentro contribuyen de modo  esencial a la armonía de los distintos grupos humanos. Una familia se entiende por tal cuando existe unidad entre sus componentes; una asociación, sindicato o partido político existen mientras mantengan un ideario que de orden y sentido a las actividades ajustadas a sus fines y objetivos. Una agrupación de carácter recreativo o deportivo ha de tener definidos sus objetivos lúdicos, por los que capta a sus socios y simpatizantes. Si nos fijamos en  lo biológico observamos que cualquier ser vive si todos sus órganos mantienen una unidad de acción de acuerdo con sus diferentes funciones especificas. Esta última imagen fue utilizada por san Pablo, en(Cf. 1Cor 12,12ss ) para significar la unidad en la diversidad dentro de la Iglesia. Por tanto, la unidad se convierte en un principio del cual partir para cimentar la realidad eclesial; y, por otra parte, la unidad es una resultante del bien hacer. Fragmenta la unidad la envidia, la violencia o el rencor; fractura la convivencia la crítica, el engaño y la difamación; corrompe la raíz misma de la unidad la hipocresía, la codicia y la soberbia. Por tanto nos encontramos ante un panorama arduo: la unidad es fundamental para que algo exista con nobleza, pero dada la vulnerabilidad de la condición humana, es preciso mantener vigilancia y discernimiento.

La unidad cristiana


 El Nuevo Testamento, los últimos veintisiete libros de la Biblia que recogen los cuatro evangelios principalmente, constituye un mosaico suficientemente ilustrativo de variedad teológica, indicándonos como la uniformidad de pensamiento está ausente en los fundamentos mismos de la Fe cristiana. La unidad es una diversidad en armónica relación, pues como dice Urs von Baltasar, teólogo católico, la verdad es sinfónica. El Nuevo Testamento refleja posturas personales diversas como entre Pablo y Bernabé. Los enfoques sobre los fundamentos de la Fe, en los escritos del Nuevo Testamento, son poliédricos y complementarios, necesitándose unos a otros. Y también los textos sagrados con realismo aportan las disensiones y divisiones en las nacientes iglesias particulares (1Cor 1,12ss ). No obstante, el libro de los Hechos de los Apóstoles eleva la unidad eclesial a objetivo necesario para la Iglesia de todos los tiempos (Cf. Hch 2,42-45 ). Nos movemos, por tanto,  en un discurrir de la historia personal y grupal que va de la unidad a la dispersión, obligando a considerar la unidad como una tarea permanente, que en primer lugar es un don de DIOS. El entendimiento precisa renovación continua en un conjunto de factores éticos y en la acción de la Gracia, al mismo tiempo. La renovación de la vida y la búsqueda de la verdad no pueden cesar en los grupos eclesiales. La historia muestra que el camino ofrece avances y retrocesos, aciertos y errores. La unidad de los cristianos no siempre estuvo en el objetivo principal de la eclesialidad, dándose episodios de imposición de unos grupos sobre otros; o de flagrantes transgresiones de los principios evangélicos ante lo cual no queda otra  postura que el arrepentimiento, la petición de perdón y la restauración de la fraternidad cristiana entre los distintos grupos eclesiales. Veinte siglos de historia del Cristianismo han dado para muchas luces y sombras; y tanto unas como otras constituyen una herencia irrenunciable. De manera irremediable por el hecho de haber nacido nos hacemos solidarios y herederos de una humanidad de la que formamos parte, y lo hacemos en una familia determinada, en una nación concreta y en bastantes casos en una confesión religiosa con su historia y cuerpo doctrinal. Desde el momento en el que nos insertamos en esta diversidad de ámbitos no nos queda otra alternativa que responder de la manera mejor posible a las nuevas situaciones que tal pertenencia implica. En lo tocante a lo que nos ocupa: se nos presenta una tarea ecuménica y misionera, sin deslindar la una de la otra.

El camino de la iglesia

“El ecumenismo es el camino de la Iglesia” (Ut unum sint, n.7, Juan Pablo II).Esta sencilla frase es una declaración de principio, que san Juan Pablo II formula en esta encíclica dedicada al ecumenismo, en el año noventa y cinco del pasado siglo. A este documento nos referiremos en párrafos sucesivos, pues constituye uno de los principales documentos sobre este tema capital. San Juan Pablo II, Benedicto XVI y el actual papa Francisco, muestran una preocupación muy grande por el ecumenismo, y san Juan Pablo II lo ha querido plasmar en un documento magisterial de máximo rango. Cuando hablamos de ecumenismo nos referimos al movimiento existente dentro y fuera de la Iglesia Católica por acercar posturas entre las diversas iglesias cristianas. Cuando el diálogo se establece entre religiones diferentes como el Judaísmo o el Islán, entonces lo denominamos diálogo interreligioso.
El ecumenismo nos complica la vida, porque nos obliga a tomar en consideración aspectos de la vida cristiana con los que no contábamos; pero la época de internet y la globalización nos hace vecinos de ortodoxos, luteranos, evangélicos, adventistas o anglicanos. ¿Qué hacemos con nuestros vecinos?: los ignoramos, dialogamos con ellos o los consideramos herejes. Esto último sería verdaderamente penoso. En España tenemos un déficit ecuménico notable por distintas razones que no vamos a detallar, pero deberíamos poner remedio en la medida de nuestras posibilidades. Es conveniente saber algunas cosas para empezar y perder el miedo a tratar con personas de otras iglesias cristianas. El miedo a la pérdida de la propia identidad desaparece cuando se puede dar razón de lo que se cree.

Pasos dado en el ecumenismo


¿Desde cuándo la Iglesia Católica ha comenzado a dar pasos firmes a favor del ecumenismo?: Desde el concilio Vaticano II. La cuestión del ecumenismo fue un argumento transversal en todos los documentos del Concilio, pero de forma específica se redactó en la Unitatis redintegratio (unidad restaurada), que constituye la carta magna del ecumenismo para la Iglesia Católica. A partir de ese momento los cristianos que no están en comunión con Roma, o con el Papa, han dejado de ser considerados herejes, y se declara de forma explícita que en las otras confesiones se encuentran semillas de verdad y eclesialidad. En mil novecientos sesenta y cuatro, todavía no estaba concluido el Concilio, Pablo VI y el patriarca Atenágoras I, de la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, rompieron las actas de excomunión que se habían declarado mutuamente en la ruptura entre Oriente y Occidente, allá por el mil cincuenta y cuatro. Casi mil años de antagonismo entre dos confesiones cristianas, manteniendo como causa de separación la cuestión del papado y el filioque . Ciertamente estas dos cuestiones tienen muchas derivadas, que no vamos a considerar; pero tengamos en cuenta que los ortodoxos tienen los mismos sacramentos que nosotros con disciplinas prácticamente idénticas para los mismos; leen las mismas escrituras; mantienen la misma tradición patrística; y, sobre todo, los primeros concilios fueron celebrados en sus demarcaciones geográficas y patriarcados, por lo que el fondo magisterial es idéntico. La excepción dentro del cuerpo doctrinal está en el mencionado filioque, que no es más que la incorporación de una “y” en sentido copulativo a la fórmula de procedencia del ESPÍRITU SANTO. Nosotros rezamos que el ESPÍRITU SANTO procede del PADRE y del HIJO, y los ortodoxos mantienen que la expresión correcta es: El ESPÍRITU SANTO procede del PADRE por el HIJO. Esta es la disensión teológica inicial, que mantiene a las dos iglesias hermanas en una separación milenaria.
 ¿Tendrá la Iglesia Católica su parte de culpa en la ruptura producida en el siglo once, contraviniendo el mandato del SEÑOR, de que todos seamos uno”? Volvamos a la consideración anterior: La Iglesia Católica es nuestra Iglesia. Somos católicos y heredamos sus luces y sombras, pero el ESPÍRITU SANTO está dispuesto a recomponer con nosotros tanto desastre.

Rupturas en los primeros siglos


Acabamos de hacer mención a la gran ruptura entre Oriente y Occidente, la cosa de la fragmentación empezó mucho antes con grupos más reducidos pero  importantes como  fueron: los coptos, los armenios, los malavares o los maronitas; que dan como resultado  otras tantas iglesias. El motivo de la separación de estas iglesias estuvo en la discrepancia con las formulaciones cristológicas de los primeros concilios. Se han necesitado diecisiete o dieciocho siglos para que en diálogo sereno unos y otros se dieran cuenta que las distintas formulaciones por las que había corrido hasta la sangre de manera literal no alteraba el fondo del asunto, y hoy tenemos a estas iglesias en comunión con Roma o con el Papa. El ESPÍRITU SANTO da muestras de una paciencia eterna y divina, sin lugar a dudas; y al mismo tiempo se pone de relieve la gran soberbia del espíritu humano; pero DIOS  espera.

Antecedentes de las rupturas



El  Cristianismo se ha mostrado a lo largo de los siglos como algo que trasciende los límites de una religión, aunque se encuentra condicionado por factores sociales e Históricos ajenos a él mismo, por lo que sus idas y venidas, los éxitos y fracasos atañen e inciden en toda la humanidad; de ahí que las rupturas o fragmentaciones estén precedidas por un cúmulo de circunstancias que se van gestando a través de años y décadas. Así el protestantismo que lo asignamos de inmediato con Lutero es, sin embargo, el resultado de grandes desajustes, especialmente eclesiales, que encontraron en la persona de Martín Lutero el elemento desencadenante de la Reforma y ruptura con la Iglesia Católica. El caldo de cultivo del protestantismo venía de lejos y la Iglesia Católica no realizo una reforma a su tiempo debido, con lo que tuvo que afrontar una Contrarreforma como contestación a la Reforma abanderada por Lutero. Durante siglos, católicos y reformados nos hemos declarados culpables mutuamente de la fractura, porque lo de echarnos en cara la culpabilidad de las cosas parece que alivia la carga, pero ese tiempo dedicado a tal menester no hizo más que agravar la situación. Las acusaciones oscilaban entre herejes y anticristos. Para los católicos, los reformados eran unos herejes; y para los protestantes, los católicos éramos el campo en el que se asentaba la gran Babilonia con el Anticristo a la cabeza. Con ese panorama el diálogo no se vislumbraba factible. Una vez más el ESPÍRITU SANTO tuvo que venir en nuestra ayuda (Cf. Rm 8, 26 ); y en Edimburgo, Escocia, en mil novecientos diez, se reunieron distintas iglesias salidas de la Reforma protestante y concluyen en lo obvio: la falta de unidad de los cristianos es el principal obstáculo para la evangelización. Tuvieron que pasar casi cuarenta años, y en medio dos guerras devastadoras, para que en el año mil novecientos cuarenta y ocho se reunieran en Roterdam más de ciento cuarenta iglesias separadas y decidieran  constituir el Consejo Mundial de las Iglesias, que posteriormente fijo su sede en Ginebra, Suiza. La Iglesia Católica no participó de este evento, porque la doctrina oficial declaraba la reintegración; es decir: los luteranos, calvinistas o anabaptistas, que en su día  rompieron con Roma, podían volver y ser recibidos con los brazos abiertos, pero aceptando todos los presupuestos doctrinales propios de la Iglesia Católica. ¿Diálogo, entendimiento, búsqueda conjunta de la verdad? La postura oficial católica descartó por mucho tiempo estos considerandos. Por aquellos años teólogos católicos como Yves Congar, dominico; Henri de Lubac, jesuita; y el joven Hans Küng, con su obra “Estructuras de la Iglesia”, mantenían posiciones diferentes a la oficial, por lo que los dos primeros sufrieron una descalificación en toda regla y el último el que se le abriera un expediente de investigación por el Santo Oficio. Con la llegada de san Juan XXIII al pontificado, y la apertura del Concilio Vaticano II, los tres teólogos mencionados fueron llamados al Concilio como peritos para asesorar a los obispos en la elaboración de los documentos conciliares. Posteriormente, Yves Congar, sería elevado a Cardenal por san Juan Pablo II, en mil novecientos noventa y cuatro.

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