Por Pablo Garrido Sánchez
La unidad en general
Se entiende que la unidad es requisito necesario para
que algo permanezca en el tiempo. El diálogo, el entendimiento y el encuentro
contribuyen de modo esencial a la
armonía de los distintos grupos humanos. Una familia se entiende por tal cuando
existe unidad entre sus componentes; una asociación, sindicato o partido
político existen mientras mantengan un ideario que de orden y sentido a las
actividades ajustadas a sus fines y objetivos. Una agrupación de carácter
recreativo o deportivo ha de tener definidos sus objetivos lúdicos, por los que
capta a sus socios y simpatizantes. Si nos fijamos en lo biológico observamos que cualquier ser
vive si todos sus órganos mantienen una unidad de acción de acuerdo con sus
diferentes funciones especificas. Esta última imagen fue utilizada por san
Pablo, en(Cf. 1Cor 12,12ss ) para significar la unidad en la diversidad dentro
de la Iglesia. Por tanto, la unidad se convierte en un principio del cual
partir para cimentar la realidad eclesial; y, por otra parte, la unidad es una
resultante del bien hacer. Fragmenta la
unidad la envidia, la violencia o el rencor; fractura la convivencia la
crítica, el engaño y la difamación; corrompe la raíz misma de la unidad la
hipocresía, la codicia y la soberbia. Por tanto nos encontramos ante un
panorama arduo: la unidad es fundamental
para que algo exista con nobleza, pero dada la vulnerabilidad de la condición
humana, es preciso mantener vigilancia y discernimiento.
La unidad cristiana
El Nuevo Testamento, los últimos veintisiete
libros de la Biblia que recogen los cuatro evangelios principalmente,
constituye un mosaico suficientemente ilustrativo de variedad teológica,
indicándonos como la uniformidad de pensamiento está ausente en los fundamentos
mismos de la Fe cristiana. La unidad es una diversidad en armónica relación,
pues como dice Urs von Baltasar, teólogo
católico, la verdad es sinfónica. El Nuevo Testamento refleja
posturas personales diversas como entre Pablo y Bernabé. Los enfoques sobre los
fundamentos de la Fe, en los escritos del Nuevo Testamento, son poliédricos y
complementarios, necesitándose unos a otros. Y también los textos sagrados con
realismo aportan las disensiones y divisiones en las nacientes iglesias particulares
(1Cor 1,12ss ). No obstante, el libro de
los Hechos de los Apóstoles eleva la unidad eclesial a objetivo necesario para
la Iglesia de todos los tiempos (Cf. Hch 2,42-45 ). Nos movemos, por
tanto, en un discurrir de la historia
personal y grupal que va de la unidad a la dispersión, obligando a considerar
la unidad como una tarea permanente, que en primer lugar es un don de DIOS.
El entendimiento precisa renovación continua en un conjunto de factores éticos
y en la acción de la Gracia, al mismo tiempo. La renovación de la vida y la búsqueda de la verdad no pueden cesar en
los grupos eclesiales. La historia muestra que el camino ofrece avances y
retrocesos, aciertos y errores. La unidad de los cristianos no siempre estuvo
en el objetivo principal de la eclesialidad, dándose episodios de imposición de
unos grupos sobre otros; o de flagrantes transgresiones de los principios
evangélicos ante lo cual no queda otra
postura que el arrepentimiento, la petición de perdón y la restauración
de la fraternidad cristiana entre los distintos grupos eclesiales. Veinte
siglos de historia del Cristianismo han dado para muchas luces y sombras; y
tanto unas como otras constituyen una herencia irrenunciable. De manera
irremediable por el hecho de haber nacido nos hacemos solidarios y herederos de
una humanidad de la que formamos parte, y lo hacemos en una familia
determinada, en una nación concreta y en bastantes casos en una confesión
religiosa con su historia y cuerpo doctrinal. Desde el momento en el que nos
insertamos en esta diversidad de ámbitos no nos queda otra alternativa que
responder de la manera mejor posible a las nuevas situaciones que tal
pertenencia implica. En lo tocante a lo que nos ocupa: se nos presenta una
tarea ecuménica y misionera, sin deslindar la una de la otra.
El
camino de la iglesia
“El ecumenismo es el
camino de la Iglesia” (Ut unum sint, n.7, Juan Pablo II).Esta sencilla
frase es una declaración de principio, que san Juan Pablo II formula en esta
encíclica dedicada al ecumenismo, en el año noventa y cinco del pasado siglo. A este documento nos referiremos en párrafos
sucesivos, pues constituye uno de los principales documentos sobre este tema
capital. San Juan Pablo II, Benedicto XVI y el actual papa Francisco, muestran
una preocupación muy grande por el ecumenismo, y san Juan Pablo II lo ha
querido plasmar en un documento magisterial de máximo rango. Cuando hablamos de
ecumenismo nos referimos al movimiento existente dentro y fuera de la Iglesia
Católica por acercar posturas entre las diversas iglesias cristianas. Cuando el
diálogo se establece entre religiones diferentes como el Judaísmo o el Islán,
entonces lo denominamos diálogo interreligioso.
El ecumenismo nos complica la vida, porque nos obliga
a tomar en consideración aspectos de la vida cristiana con los que no
contábamos; pero la época de internet y la globalización nos hace vecinos de
ortodoxos, luteranos, evangélicos, adventistas o anglicanos. ¿Qué hacemos con
nuestros vecinos?: los ignoramos, dialogamos con ellos o los consideramos herejes.
Esto último sería verdaderamente penoso. En España tenemos un déficit ecuménico
notable por distintas razones que no vamos a detallar, pero deberíamos poner
remedio en la medida de nuestras posibilidades. Es conveniente saber algunas
cosas para empezar y perder el miedo a tratar con personas de otras iglesias
cristianas. El miedo a la pérdida de la propia identidad desaparece cuando se
puede dar razón de lo que se cree.
Pasos dado en el ecumenismo
¿Desde cuándo la Iglesia Católica ha comenzado a dar pasos
firmes a favor del ecumenismo?: Desde el concilio Vaticano II. La cuestión del
ecumenismo fue un argumento transversal en todos los documentos del Concilio,
pero de forma específica se redactó en la
Unitatis redintegratio (unidad restaurada), que constituye la carta
magna del ecumenismo para la Iglesia Católica. A partir de ese momento los
cristianos que no están en comunión con Roma, o con el Papa, han dejado de ser
considerados herejes, y se declara de forma explícita que en las otras
confesiones se encuentran semillas de verdad y eclesialidad. En mil novecientos
sesenta y cuatro, todavía no estaba concluido el Concilio, Pablo VI y el patriarca Atenágoras I, de la Iglesia Ortodoxa de
Constantinopla, rompieron las actas de excomunión que se habían declarado
mutuamente en la ruptura entre Oriente y Occidente, allá por el mil cincuenta y
cuatro. Casi mil años de antagonismo entre dos confesiones cristianas,
manteniendo como causa de separación la cuestión del papado y el filioque
. Ciertamente estas dos cuestiones tienen muchas derivadas, que no vamos a
considerar; pero tengamos en cuenta que los ortodoxos tienen los mismos
sacramentos que nosotros con disciplinas prácticamente idénticas para los
mismos; leen las mismas escrituras; mantienen la misma tradición patrística; y,
sobre todo, los primeros concilios fueron celebrados en sus demarcaciones
geográficas y patriarcados, por lo que el fondo magisterial es idéntico. La
excepción dentro del cuerpo doctrinal está en el mencionado filioque,
que no es más que la incorporación de una “y” en sentido copulativo a la
fórmula de procedencia del ESPÍRITU SANTO. Nosotros rezamos que el ESPÍRITU
SANTO procede del PADRE y del HIJO, y los ortodoxos mantienen que la expresión
correcta es: El ESPÍRITU SANTO procede del PADRE por el HIJO. Esta es la
disensión teológica inicial, que mantiene a las dos iglesias hermanas en una
separación milenaria.
¿Tendrá la
Iglesia Católica su parte de culpa en la ruptura producida en el siglo once,
contraviniendo el mandato del SEÑOR, de que todos seamos uno”? Volvamos a la
consideración anterior: La Iglesia Católica es nuestra Iglesia. Somos católicos
y heredamos sus luces y sombras, pero el ESPÍRITU SANTO está dispuesto a
recomponer con nosotros tanto desastre.
Rupturas en los primeros siglos
Acabamos de hacer mención a la gran ruptura entre
Oriente y Occidente, la cosa de la fragmentación empezó mucho antes con grupos
más reducidos pero importantes como fueron: los coptos, los armenios, los
malavares o los maronitas; que dan como resultado otras tantas iglesias. El motivo de la separación de estas iglesias estuvo en la discrepancia
con las formulaciones cristológicas de los primeros concilios. Se han
necesitado diecisiete o dieciocho siglos para que en diálogo sereno unos y
otros se dieran cuenta que las distintas formulaciones por las que había
corrido hasta la sangre de manera literal no alteraba el fondo del asunto, y
hoy tenemos a estas iglesias en comunión con Roma o con el Papa. El ESPÍRITU
SANTO da muestras de una paciencia eterna y divina, sin lugar a dudas; y al
mismo tiempo se pone de relieve la gran soberbia del espíritu humano; pero
DIOS espera.
Antecedentes de las rupturas
El Cristianismo
se ha mostrado a lo largo de los siglos como algo que trasciende los límites de
una religión, aunque se encuentra condicionado por factores sociales e
Históricos ajenos a él mismo, por lo que sus idas y venidas, los éxitos y
fracasos atañen e inciden en toda la humanidad; de ahí que las rupturas o
fragmentaciones estén precedidas por un cúmulo de circunstancias que se van
gestando a través de años y décadas. Así el protestantismo que lo asignamos de
inmediato con Lutero es, sin embargo, el resultado de grandes desajustes,
especialmente eclesiales, que encontraron en la persona de Martín Lutero el
elemento desencadenante de la Reforma y ruptura con la Iglesia Católica. El
caldo de cultivo del protestantismo venía de lejos y la Iglesia Católica no
realizo una reforma a su tiempo debido, con lo que tuvo que afrontar una
Contrarreforma como contestación a la Reforma abanderada por Lutero. Durante siglos, católicos y reformados nos
hemos declarados culpables mutuamente de la fractura, porque lo de echarnos en
cara la culpabilidad de las cosas parece que alivia la carga, pero ese tiempo
dedicado a tal menester no hizo más que agravar la situación. Las
acusaciones oscilaban entre herejes y anticristos. Para los católicos, los
reformados eran unos herejes; y para los protestantes, los católicos éramos el
campo en el que se asentaba la gran Babilonia con el Anticristo a la cabeza.
Con ese panorama el diálogo no se vislumbraba factible. Una vez más el ESPÍRITU
SANTO tuvo que venir en nuestra ayuda (Cf. Rm 8, 26 ); y en Edimburgo, Escocia, en mil novecientos diez, se reunieron
distintas iglesias salidas de la Reforma protestante y concluyen en lo obvio:
la falta de unidad de los cristianos es el principal obstáculo para la
evangelización. Tuvieron que pasar casi cuarenta años, y en medio dos
guerras devastadoras, para que en el año
mil novecientos cuarenta y ocho se reunieran en Roterdam más de ciento cuarenta
iglesias separadas y decidieran
constituir el Consejo Mundial de las Iglesias, que posteriormente fijo
su sede en Ginebra, Suiza. La Iglesia Católica no participó de este evento,
porque la doctrina oficial declaraba la reintegración; es decir: los luteranos,
calvinistas o anabaptistas, que en su día
rompieron con Roma, podían volver y ser recibidos con los brazos
abiertos, pero aceptando todos los presupuestos doctrinales propios de la
Iglesia Católica. ¿Diálogo, entendimiento, búsqueda conjunta de la verdad?
La postura oficial católica descartó por mucho tiempo estos considerandos. Por
aquellos años teólogos católicos como
Yves Congar, dominico; Henri de Lubac, jesuita; y el joven Hans Küng, con su
obra “Estructuras de la Iglesia”, mantenían posiciones diferentes a
la oficial, por lo que los dos primeros sufrieron una descalificación en toda
regla y el último el que se le abriera un expediente de investigación por el
Santo Oficio. Con la llegada de san Juan XXIII al pontificado, y la apertura
del Concilio Vaticano II, los tres teólogos mencionados fueron llamados al
Concilio como peritos para asesorar a los obispos en la elaboración de los
documentos conciliares. Posteriormente, Yves Congar, sería elevado a Cardenal
por san Juan Pablo II, en mil novecientos noventa y cuatro.
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