Un hábito es un sustituto de la felicidad. Impide la
libertad de modo muy sutil. Da conformidad y paz, pero lejos de la alegría y la
felicidad. Puede hacer que nos sintamos cómodos en los contextos más hostiles,
pero eso es, en la mejor de las hipótesis, un mecanismo de defensa de quien tal vez haya
desistido de luchar contra las adversidades, aliándose, a veces, con el mal…
Nuestros hábitos acaban por destruir cualquier tentativa
de introducir novedades en la vida. Por buenas que sean las propuestas, son
raras las veces que nos hacen cambiar nuestras costumbres.
Los seres humanos son esclavos de sus rutinas, hasta el
extraño punto de que estemos apegados a los hábitos más negativos que a los
positivos, a los vicios más que a las virtudes.
Que seamos buenos es el resultado de una guerra constante
contra lo que es natural en nosotros.
Anular un hábito pasa por la introducción de una larga
rutina paciente que busca, día tras día, debilitar de forma calma las amarras
del viejo hábito.
¿Cuánta felicidad sentimos solo en el hábito? Ya ni
pensamos en la causa ni en cualquier posible finalidad, creemos que somos así y…
no cambamos.
¿Es que todas estas nuestras formas de vivir nuestra vida
no son señales evidentes de que estamos huyendo de algo más profundo?
Las preocupaciones menores sirven para esconder otras
mucho mayores.
Es cierto que no podemos navegar en el mundo que nos
rodea sin algunas formas de mantener la salud, ¿pero es que los hábitos que
tenemos son los mejores que podríamos tener?
¿Por qué pasamos la vida mirando al suelo cuando
podríamos contemplar el cielo?
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