El esfuerzo para encontrar mis errores es terrible. Ellos
huyen, se esconden o se confunden con virtudes. Tal vez nosotros mismos seamos
las principales víctimas de nuestra capacidad de evitar, omitir y mentir.
Pasamos parte del tiempo justificándonos e intentando
encontrar, o inventar, buenas intenciones para nuestros desaciertos.
A pesar de todo, siempre es posible descubrir los puntos
débiles en las elecciones de mi vida. Mis errores no son lo que yo soy. Son
defectos donde me puedo perfeccionar. No son pocos, pero de nada vale intentar
corregirme de una sola vez, pasando de la oscuridad a la luz de un solo golpe,
por más bello, firme y heroico que pueda ser.
La estrategia correcta será progresar de forma simple, firme
y perspicaz.
Sería muy bueno que cada noche estableciésemos para el
día siguiente uno o dos propósitos de mejoría, sencillo y alcanzable sin gran
esfuerzo. Después, si fuésemos capaces de empeñarnos en no dejar pasar el día
sin hacerlos realidad, entonces estaríamos en el mejor de los caminos, el del
perfeccionamiento.
El reconocimiento de la culpa, el arrepentimiento y el
esfuerzo para superar la falta son peldaños que nos elevan y llevan a lo mejor
de nosotros. No de una sola vez. La vida es también esa escala casi sin fin.
El que se perdona a sí mismo se vuelve capaz de, a la luz
de la verdad, mirar la historia de su vida.
¿Cuántas veces me pido perdón a mí mismo?
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