miércoles, 25 de junio de 2014

Entre la vergüenza y el orgullo




                                                      Ilustração de Carlos Ribeiro


Desde la saludable modestia hasta la condenación absoluta de sí – por una especie de fantasma de culpa criado y alimentado por la propia víctima-  la vergüenza es una de las cosas más íntimas, duras y afiladas de miedo.

Es natural y deseable que la conciencia nos oriente a través de juicios de valor respecto de todo cuanto hicimos, hacemos y de lo que pudiéramos tener intención de hacer.

Un hombre (bien formado) es capaz de reconocer la diferencia que separa las buenas de las malas intenciones. El bien del mal. La virtud de conocer sus deberes, omisiones y errores.

La vergüenza puede ser, en algunos casos, un tipo de veneno que ataca las funciones del espíritu… colocando a la persona a merced de un hipotético enjuiciamiento de los otros, una especie de sentencia tanto injusta como inevitable.

Este pudor maligno rebaja a la persona hasta el punto de que ella se siente obligada a cavar un agujero, a fin de vivir dentro de él… escondida de aquellos de quien teme lo peor – un mal terrible que su miedo no le permite siquiera imaginar.

Esta vergüenza de quien no hace mal alguno es un problema serio en la medida en que nos impide ser quien somos…. Tal como si fuese un agujero negro que va apagando, una tras otra, las estrellas de nuestro cielo interior.

Sólo hay culpa después de una elección, nunca antes. La vergüenza sólo tiene sentido después de una mala elección, y sólo en la proporción de la falta y de las posibilidad de haber sido evitada. Un acción será tanto más vergonzosa cuanto mayor fuera el mal que provoque y más fácil hubiese sido evitarla.

La vergüenza coloca a quien la siente entre el vacío de una soledad remota y la confusión de un caos sin sentido. Un aislamiento delante de una multitud imaginaria de gente que apunta y grita acusaciones tremendas como si fuesen verdades.

Pero hay quien mantiene una postura opuesta en relación a la culpa… sintiéndose orgulloso de todo lo que hace. Igualmente del mal que hace. Pero, también aquí se comete un error grande en la medida en que, al contrario de lo que muchos creen, no basta asumir una culpa para vernos libre de ella… como si la exhibición eximiese de de cualquier castigo. ¡Puede parecer coraje, pero es sólo una cobardía refinada!

Enorgullecerse del mal que se protagoniza sólo puede ser una forma de intentar, de modo muy infantil, hacer frente a una vergüenza auténtica y que hasta podría ser benéfica en cuanto reconocimiento humilde y redentor.

La perfección se encuentra entre los males de la vergüenza y del orgullo. Importa por tanto que, en el secreto de las actuaciones de nuestro corazón, no permitamos ni que la vergüenza funcione como un elemento corrosivo que nos destruya la dignidad; ni, tampoco, que la euforia de la exhibición bruta nos impida comprender que también el pudor, a veces, forma parte del camino del perdón.

La cultura pasa de los mayores a los más jóvenes, haciéndolos capaces de ir creando, en sí mismos, mecanismos que les permitan sancionarse en nombre del común. Es aquí donde aparecen los caminos de la vergüenza como castigo y del orgullo como premio. Mientras tanto, hay gente mal formada que mira el control y la agresión de las conciencias ajenas a través de la violación sutil y eficaz de la intimidad, manipulando a quien así pasa a sentirse inferior de cara a estos diablos (que, tal como todos los otros, tiene siempre apariencia de ángel).

Los que son verdaderos culpables sólo rarísimas veces sienten su profunda deshonra… así como los que se sienten despreciables sin redención, casi siempre son, en realidad, sólo víctimas inocentes de una maldad, ajena o propia…


Es esencial que sepamos defender y promover nuestra intimidad. No todo es para todos. Son muchos los tesoros que pierden buena parte de su valor… porque quien los debía guardar los revela a quien no debe.

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