domingo, 1 de junio de 2014

De lo extraordinario a lo imposible




                                                    Ilustração de Carlos Ribeiro

Hay quien, cargando su cruz, centre su atención en el peso de la cruz; y hay también quien, en la misma situación, se concentre en la fuerza que sus hombros tienen para soportar adversidades y para avanzar a pesar de ellas. La tristeza y la alegría profundas, en la abrumadora mayoría de los casos, se eligen.

Quien llega hasta el límite… descubre siempre más y siempre es capaz de más. Si las desgracias parecen no acabar nunca, tampoco las fuerzas para sobrellevarlas parecen agotarse nunca. Y si es verdad que ellas sólo se muestran  cuando son necesarias, la conclusión que debemos sacar – y que nuestra experiencia comprueba- es que todos nosotros tenemos muchas fuerzas más allá de las que conocemos.

La vida no tiene un valor oculto que sólo algunos puedan descubrir. Su sentido resulta de la construcción de la existencia que nos es propia a través de cada una de nuestras decisiones. Es el hombre, cada uno de nosotros, quien propone y realiza el significado, el valor y el rumbo de su existencia. El sentido de la vida.

Lo que escogemos, porque lo escogemos y el tiempo en que lo hacemos, manifiesta al mundo, a los otros y a nosotros mismos, nuestra identidad en un determinado punto de su construcción. Lo que escogemos está ahí… y hasta ahí.

Las aventuras y desventuras  por las cuales paso a fundamentarme como persona. Es cierto que partimos de una base, de un contexto, de un conjunto de posibilidades y de condiciones… la libertad, por tanto, no es la ausencia de obstáculos, sino aquello que decidimos ser frente a eso y a partir de ahí.

Son las adversidades y los fracasos, mucho más que los éxitos, los cuales exigen decisiones fuertes y significativas, que nos obligan a ser mejores. La mayoría de las experiencias no destruyen, de forma necesaria, la identidad, permitiendo también despertarla y perfeccionarla, a  fin de superarlas y volverse… mayor y mejor.

Tal ves no fuésemos tan diferentes de lo que somos si a nuestro pasado le fuesen retirados los mejores momentos de nuestra existencia… pero tal vez resultáramos irreconocibles si, por cualquier hechizo, nos librasen de nuestras peores desgracias, de los dolores más profundos por los que pasamos… Al final, es en esas alturas que nosotros escogemos en las que definimos a la persona que queremos construir… los caminos que para eso tenemos que recorrer… lo que somos… lo que vamos a ser.

Lo que más nos daña es también lo que nos puede volver más atentos, moderados, justos y fuertes.

Cualquier dolor, con sentido, se vuelve soportable. Y por fuerza tiene que estar al servicio del sentido. Nuestra noción tradicional, judeocristiana, de un Dios todopoderoso, nos dice justamente que su fuerza se revela sólo en la más absoluta vulnerabilidad. Al darme a los otros con los  brazos abiertos me expongo a ser herido. ¿Pero  de qué vale la vida sin los otros? ¿O cuál es el sentido de la soledad?

La fe es una apertura. Un acto de confianza en lo que está más allá del entendimiento. No contar con la certeza de los misterios en la vida es quedarse sólo con lo que es sólido y superficial sin admirar lo que hay en lo más profundo, ágil y bello… hay quien, para ver o escuchar a Dios, se recoge y se cierra en sí mismo… pero hay también quien le basta abrir los ojos para conseguir ver…

Todos tenemos fuerzas, más de las que creemos tener. Es, por tanto, cuando estamos débiles cuando escogemos ser fuertes. ¡Porque es también cuando alcanzamos el límite de nuestras fuerzas y nuestros talentos cuando… sin mucha explicación… más fuerzas y talentos surgen… volviéndonos capaces de hacer lo que antes era imposible!


La verdadera felicidad es la desgracia vencida.

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