José Luís Nunes Martins
En “Filosofías. 79
Reflexiones” Lisboa 20013. Ed. Paulus (pág. 151)
Grande es la riqueza de
aquel que renunció a lo necesario. La verdadera pobreza tal vez sea la
dependencia que tanta gente tiene en relación a sus cosas, a sus bienes,
impidiéndose así ser libres, aferrándose por su voluntad a lo fútil y temiendo,
cada día, perderlo… como si la esencia de la vida fuese lo superficial.
Los pobres son personas
pacientes. Su capacidad de creer en un mundo mejor es la fuerza que les ilumina
la espera, haciéndolos dignos de toda admiración – incluso por todos aquellos que quieren todo y… ahora.
Cuando se experimenta
una vida más austera y con alguna sorpresa que se comienza a descubrir bellezas
y placeres más puros, más simples, capaces hasta de hacernos sentir bien mayor
que cuando experimentábamos el refinamiento de las ostentaciones.
Es cierto que hoy hay
cada vez más gente que no tiene dinero para garantizar lo esencial, con hambre
y frío, sin medicamentos, personas siempre solas… porque los dolores más
profundos no se comparten. Cabrá a cada uno de nosotros, a mí que escribo y al
lector que lee, ayudar. Nunca conseguiremos ayudar todos los que se serían
necesarios, pero que eso no nos sirva de disculpa para que no ayudemos ninguno.
Es importante tener
conciencia de que un pobre no es, en nada, menos digno que cualquier otro ser
humano. Existe, a veces, una perversa identificación entre la pobreza y la
marginalidad, y entre esta y la maldad. Tal vez un cierto complejo de culpa por
la exclusión de los que no son iguales.
Ante la pobreza, sin
embargo, asumimos normalmente el lamento pero no la culpa de la situación.
Pero, ¿es que somos así, tan inocentes?
¿Cuántas veces habré yo
dejado de hacer lo que me era obligado cuando una persona amiga fue víctima de
cualquier desgracia o infortunio, y preferí seguir mi vida como si nada hubiera
acontecido, con el secreto argumento que debía concentrar las atenciones en mí
y los míos?
Pero, cuando fuéramos a
caer en desgracia, y se trata tal vez de
una simple cuestión de tiempo, aquellos que más probablemente nos ayudarán son
esos mismos –aquellos que ignoramos- , esos de quienes nos creíamos distintos…
que, con menos que nosotros, nos ofrecieron lo poco que tienen, porque al final
ellos, más que cualquier otro, conocen la naturaleza de la carencia.
Saben el valor de una
moneda, de un pedazo de pan, de la paz que se siente cuando hay alguien que nos
quiere sencillamente escuchar, del cariño que una sonrisa es capaz, del valor
de la paciencia y del compartir que son precisos para afrontar la dureza de la
vida…
Son pues los pobres los
que más ayudan a los pobres, con la
simplicidad de no esperar nada a cambio… al revés de tantos otros que cobran
agradecimientos por la más pequeña simpatía.
De la privación no
resulta necesariamente el pesimismo, antes bien una sensata conciencia de que
hay que esperar una mejor condición; que todo es realmente transitorio; y que a
cada día le cabe su propia preocupación… Al final, nadie tiene el futuro
asegurado.
Es precio escoger bien
a fin de que seamos libres, decir no a todo lo que nos ata.
En este sentido, somos
todos pobres. Aunque algunos, cambiando lo real por las apariencias, creen que
tienen más valor que aquellos que le piden limosna.
La peor de las miserias
es la falta de humildad.
Aquellos que acarrean
las insignificancias que llaman riquezas
se quedan siempre demasiado pesados para volar.
Aceptar serenamente la
pobreza esencial de nuestra existencia nos eleva y nos lleva a Dios.
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