miércoles, 9 de abril de 2014

Somos pobres entre pobres


 José Luís Nunes Martins
En “Filosofías. 79 Reflexiones” Lisboa 20013. Ed. Paulus (pág. 151)



Grande es la riqueza de aquel que renunció a lo necesario. La verdadera pobreza tal vez sea la dependencia que tanta gente tiene en relación a sus cosas, a sus bienes, impidiéndose así ser libres, aferrándose por su voluntad a lo fútil y temiendo, cada día, perderlo… como si la esencia de la vida fuese lo superficial.

Los pobres son personas pacientes. Su capacidad de creer en un mundo mejor es la fuerza que les ilumina la espera, haciéndolos dignos de toda admiración – incluso por  todos aquellos que quieren todo y… ahora.

Cuando se experimenta una vida más austera y con alguna sorpresa que se comienza a descubrir bellezas y placeres más puros, más simples, capaces hasta de hacernos sentir bien mayor que cuando experimentábamos el refinamiento de las ostentaciones.

Es cierto que hoy hay cada vez más gente que no tiene dinero para garantizar lo esencial, con hambre y frío, sin medicamentos, personas siempre solas… porque los dolores más profundos no se comparten. Cabrá a cada uno de nosotros, a mí que escribo y al lector que lee, ayudar. Nunca conseguiremos ayudar todos los que se serían necesarios, pero que eso no nos sirva de disculpa para que no ayudemos ninguno.

Es importante tener conciencia de que un pobre no es, en nada, menos digno que cualquier otro ser humano. Existe, a veces, una perversa identificación entre la pobreza y la marginalidad, y entre esta y la maldad. Tal vez un cierto complejo de culpa por la exclusión de los que no son iguales.

Ante la pobreza, sin embargo, asumimos normalmente el lamento pero no la culpa de la situación. Pero, ¿es que somos así, tan inocentes?

¿Cuántas veces habré yo dejado de hacer lo que me era obligado cuando una persona amiga fue víctima de cualquier desgracia o infortunio, y preferí seguir mi vida como si nada hubiera acontecido, con el secreto argumento que debía concentrar las atenciones en mí y los míos?

Pero, cuando fuéramos a caer en desgracia, y  se trata tal vez de una simple cuestión de tiempo, aquellos que más probablemente nos ayudarán son esos mismos –aquellos que ignoramos- , esos de quienes nos creíamos distintos… que, con menos que nosotros, nos ofrecieron lo poco que tienen, porque al final ellos, más que cualquier otro, conocen la naturaleza de la carencia.

Saben el valor de una moneda, de un pedazo de pan, de la paz que se siente cuando hay alguien que nos quiere sencillamente escuchar, del cariño que una sonrisa es capaz, del valor de la paciencia y del compartir que son precisos para afrontar la dureza de la vida…

Son pues los pobres los que más ayudan  a los pobres, con la simplicidad de no esperar nada a cambio… al revés de tantos otros que cobran agradecimientos por la más pequeña simpatía.

De la privación no resulta necesariamente el pesimismo, antes bien una sensata conciencia de que hay que esperar una mejor condición; que todo es realmente transitorio; y que a cada día le cabe su propia preocupación… Al final, nadie tiene el futuro asegurado.

Es precio escoger bien a fin de que seamos libres, decir no a todo lo que nos ata.
En este sentido, somos todos pobres. Aunque algunos, cambiando lo real por las apariencias, creen que tienen más valor que aquellos que le piden limosna.

La peor de las miserias es la falta de humildad.

Aquellos que acarrean las insignificancias  que llaman riquezas se quedan siempre demasiado pesados para volar.

Aceptar serenamente la pobreza esencial de nuestra existencia nos eleva y nos lleva a Dios.






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