José Luís Nunes Martins
Pocas personas son capaces de causar la muerte o herir a
alguien, y tampoco injuriar a otra persona en su presencia. ¡En cambio, casi
todos son propensos a la maledicencia! Profiriéndola con especial placer o
estando dispuestos a escucharla con el mayor interés.
La mayor parte de nosotros somos capaces de realizar gestos
generosos, aunque eso implique tener que soportar sacrificios, pero parece que
es necesario ser unos héroes para controlar los impulsos de denigrar la
reputación ajena.
Es tan fácil caer en la maledicencia… Como si viviésemos
en una especie de precipicio donde al mínimo desequilibrio caemos en la
calumnia.
Ofender y arruinar al otro es siempre malo. Poco importa
si lo que se dice es verdad o mentira. La maledicencia más potente es la que mezcla
las dudas. No todas deben ser dichas, algunas sería incluso más agradable no
saberlas – porque no tenemos el derecho de saber todo.
La maledicencia es también de quien la escucha y quiere
escucharla. Por eso se va infiltrando y pasa por los lugares más remotos e improbables,
dejando mucha ruina detrás de sí. No
sobrevive sino a través de la transmisión.
Contra la mala lengua de nada valen las cautelas, fuerzas
ni valor de ningún tipo. Ni los más santos de los hombres está libre ser
ofendidos. Ni el mismo Dios.
Una pobre educación y un corazón envenenado son los motivos
profundos de quien cree que se honra a través de la deshonra que provoca en los
otros.
La injuria se disfraza de servicio de información
relativa a los que cree que son malos, para protegerse de ellos. ¿Pero quién
puede considerarse juez competente para decretar tales sentencias? ¿Y aunque haya sido cometido un mal, quién puede
asegurar que a ese error no le sigue un
enorme bien?
La maledicencia hiere a distancia, por la espalda, oscureciendo lo que no consigue
quemar y robando lo que nunca conseguirá restituir.
La maledicencia depende de quien la oye. Porque si nadie
la escuchase moriría de inmediato.
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