Es importante que aceptemos que es imposible vivir lejos del
sufrimiento. Los dolores forman parte de la estructura de nuestra existencia. Las
historias concretas e individuales de cada uno de nosotros están compuestas de
espacios y tiempos donde la alegría solo se hace presente a través de la
esperanza. Son pedazos de lo que somos, tan preciosos como los otros más
brillantes.
Es curioso que sea nuestra fragilidad la que permita que nos
acerquemos unos a otros. Al final, ninguno de nosotros tiene una vida exenta de
amarguras. Por eso, es nuestro propio rostro el que vemos cuando vemos cuando
miramos a alguien en busca de su corazón, sea quien fuere, rico o pobre, viejo
o joven, es siempre nuestro rostro el que vemos.
En el fondo de nuestro ser, en lo más íntimo de nuestra
intimidad, somos tan débiles como fuertes, somos un equilibrio que no se quiere
perder, somos alguien que necesita de los otros para saber quién es y para poder
ser quien es. Necesitamos de los otros para vernos, tal como somos, en lo mejor
y en lo peor.
La desgracia de otro no me es extraña, sus dolores también
llegan a mí. Y es ese sufrimiento que compartimos el camino que nos lleva unos
a los otros. Esa misma fragilidad que se encuentra en todos nosotros nos hace hermanos que, por diferentes caminos,
buscan el mismo fin.
Es posible agradecer una desgracia, no por la maldad que
trae consigo, sino por toda la bondad que despierta en nosotros y en aquellos
que están a nuestro alrededor.
Somos responsables unos de los otros. Nadie debe estar fuera
de nuestro horizonte. Por grande que sea
su miseria, nunca será un miserable, porque mientras puede sufrir aún puede
mucho.
El sentido, la fuerza y la fortaleza de la vida dependen de
la capacidad de derrotar nuestro natural egoísmo y amar, incluso fuera de toda
lógica.
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