viernes, 3 de marzo de 2017

Una triste historia, repetida.


‘El exceso de ocio es la madre de todos los vicios’. Muchas veces he repetido esta frase, para dar una explicación a las ‘tonterías’, o cosas aún peores, que pueden llegar a hacer algunas personas que no tienen ‘nada que hacer’ un día detrás de otro, una hora tras otra, tengan o no trabajo.

Digo lo anterior para introducir la confesión que me hacía esta mañana una persona,  que estaba ‘aburrida’ de no hacer nada. Después de haber pasado veinte años en cárcel,  sujeto a una disciplina al menos, ahora se encuentra desorientado, sin ‘nada qué hacer’, sin poder ocupar su tiempo en algo útil y provechoso para él y para los demás, pudiendo así completar satisfactoriamente  la remisión de sus faltas o crímenes; pero se encuentra sin ninguna protección frente al propio desánimo, el anonimato en medio de una sociedad ocupada en sus cosas, y que en su mayoría muestra poco o nulo interés por lo ajeno; aprisionado ahora en el paro más inmisericorde que se haya dado en esta sociedad del bienestar; en definitiva, sin futuro a la vista...

Me decía, ya en el calor de la conversación, en la confianza que se había ganado, que estaba deseando ir a L. porque un compañero que estaba trabajando allí  lo iba a colocar de ayudante de cocina, pero no sabía cómo ir, si le ayudarían con el billete. Tenía cambios de humor y, de pronto, mirándome a los ojos, haciendo hincapié en que, lo que me iba a decir podría parecerme raro, incluso mal, me dijo: ‘a veces siento unas ganas enormes de cometer alguna tontería, pegarle a un guardia, para volver a la cárcel...’ Quizá le tranquilizó el que yo le dijera que no era la primera vez que escuchaba más o menos las mismas palabras, que no era el primero, ni sería el último, pero que eso pasaría.

Todo esto podía resultar ‘de lo más normal’, en una oficina como esta, para personas sin hogar, los que se ven fuera de sus hogares por la imposibilidad de mantener una convivencia entre la pareja, entre padres e hijos; sea porque se ven en la más absoluta soledad, nadie le espera al salir de la cárcel, ni familiares ni amigos;  o, como en este y otros casos, porque no quieren ‘molestar’ a su familia, hermanos o hermanas, tíos, etc. El único recurso que les queda es la calle, o conseguir alojamiento en algún albergue, y en otro, y en otro...

Aquí no termina esta triste historia. Ayer me decía estas cosas, hoy, nada más llegar a la oficina me aborda antes de terminar el saludo de los ‘buenos días’, me habla muy bajito, me coge por el brazo y me lleva afuera, para que no lo oigan,  para decirme que necesita ayuda para ir a otra localidad, que no era L., a donde quiere ir a trabajar. Como lo vi asustado, preocupado, indefenso, (hablando después con compañeros me salió la expresión ‘parecía un perrillo apaleado’) y a mí me coge en mala situación financiera, acudí a mi compañero para entre los dos, ayudarle a sacar billete, a una localidad próxima.

¡Pero, qué le ha ocurrido a este hombre para que  tenga que irse tan de repente! Pues que esta noche, en medio del insomnio, a las cuatro de la madrugada, fue al servicio en el albergue que lo había acogido, y como el vigilante notó que salía olor a tabaco del servicio, lo culpó a él y lo expulso, inmediatamente. Él dice que no había fumado.

Yo no sé si fumó o no. Pero lo que sí sé es que la situación anímica de esta persona, el enorme estrés que padece, le puede llevar, ¡qué menos!, que a querer fumarse un pitillo y calmar la ansiedad que lo consume. Mejor eso que pegarle al guarda o a quien fuera.

De aquí, pasamos a arreglar otro poco la sociedad y la nación, y no nos cabe en la cabeza que hablen de reinserción, sin poner los medios necesarios para que el reencuentro con la sociedad, no asuste a las personas, y las obligue a ponerse en guardia. Yo imagino que esta persona, al haber pasado veinte años en la cárcel no puede asimilar los cambios que se han producido.

Tengo un hermano que ha padecido mucho, entre otras cosas perdió la memoria completamente, hasta el punto de no conocer a la mujer con quien vive... Después de muchos años, con gran paciencia, va recuperando memoria, y me dice que es una tortura no conocer a nadie, no recordar nada; pero sobre todo me decía, muy preocupado: ‘ ¡cómo ha cambiado todo, no entiendo nada! ¡No sé ni manejar un transistor, ni una cámara de fotos (él era un gran fotógrafo), no tienen nada que ver con la yo tengo; ya no se usan carretes...!’ ¿Pero, qué ha pasado? La realidad que va encontrando no casa con la que él vivía antes del ataque y eso le causa verdadera angustia, en ocasiones también sé que no quería seguir viviendo.


Gracias a Dios, él cuenta con una gran ayuda, y con medios para vivir... Pero, ¡¿Cómo se recupera una persona, en plenas facultades físicas, sin medios para ser autónomo, para desarrollar sus aptitudes intelectuales, laborales, sociales...?!

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