miércoles, 29 de marzo de 2017

Miedo al abismo


 Santiago Trancón





He tenido un fin de semana muy social, con contactos variados, amigos, conocidos y desconocidos. Sin proponerlo, de modo espontáneo, en todas las conversaciones ha surgido el tema de la situación nacional, qué está pasando en nuestro país, hacia dónde vamos. La mayoría no lo ha dudado: vamos hacia el abismo. Me sorprendió esta opinión común de gente políticamente diversa. Esta estadística doméstica no tiene validez científica, claro, no es más que una pequeña muestra del estado de ánimo de personas preocupadas por lo que está (y nos está) pasando.

Es difícil encontrar argumentos objetivos para contrarrestar o atenuar este pesimismo radical, que acaba apelando a una especie de déficit genético, de atavismo recurrente o maldición cíclica. ¿Somos incapaces de persistir en el buen camino, de mantener cierta estabilidad, de dotarnos de estructuras sólidas que aseguren nuestra paz y convivencia? Desde las guerras carlistas parece una ley histórica que avanzamos a tumbos y que, cada cierto tiempo, es inevitable una crisis total que pone todo cabeza abajo. ¿Fatalismo?

Confieso que me asaltan las mismas dudas, que no acierto a encontrar una explicación convincente para explicar el devenir de los hechos y el ‘malvenir’ (del francés) de las personas. Es difícil discernir entre las causas objetivas y la irracionalidad subjetiva, entre lo incontrolable de los acontecimientos y la ceguera de las conductas. De entre todas las posibles salidas, yo soy de los que no soportan la inmovilidad, la indefensión asumida, la resignación o la aceptación de la derrota anticipada. Hoy muchos españoles están cayendo en esta tentación, que se manifiesta de diversas maneras, desde el que despotrica contra la política y los políticos y se refugia en la antipolítica, como si con eso se librara de la política, a los que sólo confían en el sálvese quien pueda, pensando que ellos sí se van a salvar, protegidos por su cuenta bancaria, sus negocios, su pensión, el supermercado de al lado o la cervecita de las tardes con los amigos.

Freud explicó bien los mecanismos que nos llevan a la negación de la realidad, la evasión, la perversión o la sublimación. En gran parte, lo que parece claro en la conducta individual puede aplicarse al comportamiento colectivo. Hoy muchos se niegan a aceptar el principio de realidad (entiéndase, nuestra realidad económica, social y política) y prefieren, o creer en mitos evasivos y futuros idealizados (el independentismo), en revoluciones pendientes (el podemismo vive de ello), o en teorías tranquilizadoras que encubren el miedo y la cobardía, como las que profesa gran parte de los políticos que tratan de alarmistas a quienes venimos advirtiendo desde hace mucho que el abismo existe, que nadie está libre de caer en él, y menos un pueblo que lo ha conocido y que, de modo perverso y compulsivo, siente cierta atracción por él.

No hablamos de fatalidad genética, sino de ceguera compartida, de irresponsabilidad e incapacidad para detectar los síntomas de una catástrofe ya visible y profusamente anunciada. El Estado democrático, por ejemplo, ya ha desaparecido de Cataluña, mientras avanza de modo imparable el establecimiento de un régimen totalitario, cuyo elemento de cohesión y justificación es el odio y el rechazo a España y a todo lo que se identifique como español. La mayoría de los políticos (y los jueces, y los empresarios, entre otros), sin embargo, se niegan a aceptarlo, banalizando el mal, insistiendo en que ‘eso’ (lo reprimido, lo temido, la ruptura, el desmoronamiento del Estado) no es posible. El mayor propagador de este discurso evasivo y claudicante es el gobierno de Rajoy, responsable de adormecer a los españoles y hacerles creer que lo de Catañluña no les afecta y que, mientras él sea presidente, no pasará nada. ¿Se cree eterno? Llamémosle cobardía delirante.

Pues sí pasará y sí nos afectará, en todo y a todos. Porque es imposible separar los problemas de Cataluña de los problemas del País Vasco, de Galicia y del resto de España. Y quien crea que esta ruptura del orden constitucional ya iniciada, y todas las consecuencias económicas, políticas y sociales que se derivarán (que se han derivado y se están derivando); que todo esto no le afecta, que podrá seguir viviendo como vive, disponiendo y disfrutando de todo lo que ahora dispone (ese consumo anestesiante), verá pronto que los alarmistas no éramos más que observadores imparciales de lo que nos rodea. Que lo que ahora es una minoría que ya siente el rumor del abismo no es más que la reacción de esos animales que presienten la llegada del tsunami. Estamos fabricando un ola propia, con nuestros errores y desvaríos, a la que puede unirse una ola mayor, la de una Europa confusa dentro de un mundo inestable, sacudido por movimientos tectónicos imprevisibles.

Se repiten los síntomas de los años 30 y nadie puede asegurar que no se repita lo que vino después. El ciclo se adelanta un poco, porque la historia se acelera. Malos tiempos para la lírica de los irenistas.


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Al encontrar este artículo, que aporta con tanta claridad lo que tanto me cuesta hacer entender a mi alrededor, salvo honrosas excepciones, me permito reproducirlo en este humilde blog, para que cada uno saque sus propias conclusiones, y sobre todo le sea útil para conducirse en esta sociedad tan compleja, disparatada, y a veces tan mal educada... No es que me alegre, ¡por Dios!, pero creo que ‘el que avisa no es traidor’. Además, está tan bien escrito, que es un placer leerlo, y es perfectamente recomendable su lectura, para que nadie se llame a engaño después. Se engaña el que quiere, que ya somos mayorcitos. OM

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