miércoles, 17 de agosto de 2016

Un cabo para entrar un poco en el misterio


Es fácil encontrar a Dios en una celebración litúrgica, es fácil y cómodo disfrutar de su presencia reinante, sentirse allí pequeño y parte de un reino tan magnífico, tan pleno, unido a todos los creyentes de todos los tiempos. ¡Qué hermosa es una ceremonia litúrgica, una santa misa celebrada con unción, con devoción, sintiéndose parte de un misterio tan grande!

Pero al terminar, al regresar a la vida cotidiana y vulgar, toda aquella luz, aquella paz interior, se desvanece pronto. Si los mismos apóstoles, incluso los que  habían contemplado a Cristo transfigurado, tienen después comportamientos demasiado humanos,  que le causan enfado hasta llegar a la reprimenda; no digamos el mismo Pedro, capaz de confesar a Cristo con la mayor naturalidad y firmeza, a la hora de las duras, se esconde y lo niega, lo traiciona cobardemente ¡Pero, quién no repite una y otra vez estos mismos comportamientos, y aún peores!

La búsqueda sigue, aunque el encuentro se retrasa, incluso parece esquivo; se esconde en apariencias que no nos atraen, que no tienen la luz y la belleza de la celebración  litúrgica. Pero Dios está en todas partes, y sobre todo allí donde haya una persona, y si es una persona necesitada, más aún.

Sin embargo, ahí está la sorpresa, ahí está el milagro, cuando estás ante una persona, necesitada, que no responde  a los parámetros de cordura de una persona común y corriente, de un ciudadano de plenos derechos digámoslo así, y sin embargo te habla de Dios en un lenguaje tan real. Habla, más que  con palabras, con gestos, con hechos. Habla de Él cuando te agradece de corazón lo poco que le puedes dar;  cuando te valora sólo porque lo escuchas, o porque tienes el valor de mirarle a los ojos, de igual a igual, sin juzgar ni su apariencia ni su vida.

Pero el colmo del milagro es cuando, en medio de la miseria que rodea a esa persona, surge un interior fabuloso, puro, que habla de Dios misericordioso desde la indigencia más absoluta, material e intelectual a veces. Ese es el misterio, escondido para los sabios,  los duros de corazón, los egoístas. ¡Cuánta generosidad he visto en la indigencia! ¡He visto personas tan ricas, tan humanas, tan nobles, que las carencias materiales no suponen ningún obstáculo a su fe, sino que la acrecientan!

Pero, a pesar de ser tan evidente, me cuesta admitirlo, he de reconocerlo. Sí, esos son los hechos, los cuales constituyen  un cabo del misterio que descubro en mitad de la noche, y que me impulsan a levantarme para tratar de escribirlos para que no se me olvide mañana al levantarme y comenzar la actividad.

¿Cómo sonarán a una personas sin hogar estas palabras tan bellas? No lo sé, pero con ellas quiero terminar con una oración por todos ellos: “El Señor es mi Pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa delante de mis enemigos, unges mi cabeza y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por días sin termino.”


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